Dieciséis piezas (airs de cour cuidadosamente elegidos
entre la importante obra de un compositor casi olvidado, Pierre
Guédron), mezclan aquí sus textos delicados y a menudo
quejumbrosos a los preludios para laúd compuestos por los
mejores laudistas franceses del s. XVII -Nicolas Vallet, Robert
Ballard, Antoine Francisque y Elias Mertel- que los enmarcan
proporcionándoles una especie de estuche sonoro gracias al arte
de Paolo Cherici.
Todo el primer s. XVII francés se compendia en este
diálogo entre la voz y el laúd, en esta atmósfera
galante y confidencial, en este título -extraído de un aire-
que habla del amor de aquel tiempo por la melancolía y por el
suspiro amoroso, elocuente si no sincero. ¿Es posible hacer
justicia a Pierre Guédron, "compositor de música de la
cámara del rey" (Enrique IV, en este caso), en este siglo XVII
francés donde todo parece haber comenzado con Lully? (Los
propios monarcas franceses, Enrique IV y Luis XIII, ¿no han
visto empañada su memoria por la del Rey Sol?).
¿Habría que resumir toda la música francesa del
siglo en aquella que produce el período de Luis XIV?. Nada
más falso, evidentemente. La rica tradición
polifónica que había colocado a Francia a la cabeza de
las naciones europeas durante el siglo XVI, permanece todavía
muy viva en 1600, cuando Enrique IV reorganiza su música real y
confía su dirección a Pierre Guédron. Tras los
difíciles primeros años del reinado, la corte reclama
diversiones, conciertos, ballets, espectáculos sorprendentes y
burlescos. Por encima de todo se ama la danza, sus pasos, figuras y
símbolos. El ballet será, bajo Luis XIII, el
entretenimiento favorito del rey y de su corte. Es durante los meses de
enero y febrero cuando los ballets son más frecuentes; se
ejecutan no sólo en el Louvre, en la gran sala con cabida para
alrededor de tres mil personas, sino también en los palacios
privados, en el de Margarita de Valois o en el del Duque de Nemours.
Los cortesanos intervienen en los ballets, disfrazados de personajes,
alegorías, figuras burlescas, y danzan frente a las damas los
intermedios más extravagantes. A las figuras bailadas se mezclan
aires y recitativos cantados, acompañados por decenas de
instrumentos, sobre todo violas, laúdes y trompas.
Los primeros aires de un ballet, desprovistos de función
narrativa o dramática, se dirigen generalmente al rey o a la
reina: Donc, cette merveille des cieux se dirigía
probablemente a María de Médicis: este aire fue publicado
en 1608 en una colección de música para una voz y
laúd, con la mención récit (recitado), que
parece indicar que estaba asociado a un ballet. Je voudrais bien
chanter ta gloire podría haber pertenecido al Ballet de
monseigneur le duc de Vendosme (uno de los hijos naturales de
Enrique IV), ejecutado en 1610; una edición nos informa que se
dirigía a A la Reyne; otra, más tardía,
precisa que este ballet se danzaba a caballo. Junto a estas piezas de
apertura, otras, más implicadas en la dramaturgia,
acompañan una acción o un cuadro. Aux plaisirs, aux
dèlices, bergères, publicada en 1615, y
después en 1617, perteneció sin duda al Ballet de
Monsieur le Prince (Condé, por supuesto), para el cual el
poeta Maynard había escrito los textos. Entre los aires
aquí grabados, alrededor de la mitad han pertenecido
probablemente a ballets de la corte, pero las fuentes musicales
son muy imprecisas y la restitución del origen exacto de los aires
permanece aleatoria.
No solamente los ballets solicitan al compositor de aires.
También, y sobre todo, los salones, más íntimos,
como el de la Marquesa de Rambouillet, que elige a sus huéspedes
y les impone las rigurosas leyes de la cortesía y del bien
decir, y a la que probablemente frecuentó Pierre Guédron.
Célebre en toda Europa, el salón de Madame de Rambouillet
acogía todo lo que Francia tenía de talentos e
inteligencias, tanto en literatura y poesía como en
música. El canto era allí especialmente apreciado y la
capacidad de cantar bien un aire, o mejor todavía, de
cantarlo acompañándose del laúd, hacía de
aquel que la poseía un huésped ilustre y codiciado. Si,
en este medio privilegiado, los aires tienen por
compañía predilecta el laúd (sin el cual la voz
parece perder su encanto), en la cámara real y para su privado
disfrute, puede suponerse que los airs de cour son cantados por
especialistas en polifonía, bien sea en cuatro o en cinco
partes, tal como son publicados con el privilegio real.
Los aires elegidos para esta grabación tienen el mérito
de mostrar todas las facetas del arte de Pierre Guédron, desde
el primer período en el que todavía practicaba, como su
predecesor Claude le Jeune, la música medida (Lorsque Leandre
amoureux, sobre versos medidos de Nicolas Rapin, 1602) hasta los
grandes recitativos dramáticos como Soupirs meslés
d'amour y Quel excès de douleur, publicados en 1620,
año de la muerte del compositor. Durante su carrera como
compositor de la cámara del rey, Guédron no cesó
de interesarse por el desarrollo de los medios de expresión,
tanto en la polifonía como en el canto solista; buscó un
nuevo compromiso en la conjugación de ritmos calculados sobre la
palabra declamada con melodías altamente cantables. De tal
manera, incluso si la Francia de la primera mitad del siglo XVII
manifiesta un evidente retraso respecto a Italia, la aportación
de Pierre Guédron al canto francés y al estilo
recitativo, todavía muy balbuceante, aparece hoy en día
decisiva. Los historiadores del canto barroco están de acuerdo
incluso en ver en él al más auténtico predecesor
de Lully.
Se ha subrayado ya cuán imprecisas e incompletas son las fuentes
musicales del período. No concretan ni el año ni la
ocasión para la cual un determinado aire fue compuesto;
no mencionan más que excepcionalmente el nombre del poeta, y no
siempre el del compositor; no es raro que los aires de Pierre
Guédron fuesen publicados anónimamente. Por tanto, no
debe causar extrañeza el ver atribuciones inciertas, como C'en
est fait, je ne verrai plus, publicado sin nombre de autor, en un
arreglo para voz y laúd de G. Bataille en 1613, o incluso Quand
premier je la veis, que inicialmente fue puesta en música
por Jehan Planson en 1587, y después publicada, con
música diferente y sin nombre de autor, en la misma
colección de 1613.
Otro dominio en el que reina la imprecisión, incluso lo no
dicho, es la manera de cantar los aires. Todos los testimonios del
período afirman que sólo la primera estrofa era cantada
de manera simple, tal como viene anotado en la edición. Los
demás debían ser adornados "con gusto" (el gusto
francés era confrontado constantemente, en su justeza y su
medida, con los excesos del canto italiano); era obra del cantante el
inventar los adornos, siempre renovados, representativos de los afectos
expresados por los versos, y este desafío no se llevaba a cabo
sin grandes dificultades: se trataba, en efecto, de inventar un
virtuosismo no escrito y variable según las emociones que
traducir. Por otra parte, el público esperaba que el cantante
demostrara un virtuosismo mesurado, a la vez espectacular y
circunscrito a los límites del buen gusto. Si a esto se
añade que ningún método contemporáneo de
canto permite hacerse una idea de lo que en verdad eran estas
ornamentaciones, se juzgará la dificultad que ofrece una
restitución fiel de este repertorio a la manera del siglo XVII.
Y, sin embargo, es esto lo que Claudine Ansermet ha conseguido con
perfección. La imaginación que nutre la invención
musical, la perfección de la ejecución vocal y de la
elocución, convierten su lectura en una auténtica y
magistral demostración de canto barroco francés. Adopta
libremente la actitud impuesta a los cantantes de aquel período,
que debían considerarse como los auxiliares del compositor, cuya
obra completaban por medio de su propia invención. Esta
invención debía conjugar una técnica vocal
irreprochable y una capacidad de aportar a cualquier sílaba una
ornamentacion calculada en su duración, su ámbito, su
forma, su fuerza expresiva. El canto francés no se limitaba de
ninguna manera a la escritura despojada y sumaria que nos aportan las
ediciones musicales. Por tanto, el intérprete moderno debe
realizar todo un trabajo de redescubrimiento de aquel siglo lejano:
redescubrimiento de sus gustos, de la pronunciación y
musicalidad que vehicula, del concepto de elocuencia verbal y de la
manera de restituirla por la voz cantada, del modo de
enunciación correspondiente a la sensibilidad antigua y a tantos
otros parámetros. Pocos intérpretes llevan a cabo tan
exigente tarea; porque llevarla a cabo supone el proporcionarse los
medios para zafarse de los hábitos cien veces reiterados, de una
grabación a otra, para aportar a nuestros oídos una
música viva y vibrante de afectos, una música que los
invitados de la Marquesa de Rambouillet habrían reconocido como
suya.
GEORGIE DUROSOIR
Traducción: DIVERDI,
con pequeñas correciones del amanuense