MÚSICAS DE LA ESPAÑA MUDÉJAR
así como amando las cosas que nunca
vieron...
(Alfonso X, Partidas II, 13, 14)
La presencia del Islam en la Península Ibérica dio lugar
a una Edad Media peculiar y única. Los ocho siglos en que
España estuvo dividida entre la Cristiandad y el Islam -y los
casi dos más en que permitió la presencia de los moriscos
en nuestro suelo- fueron sin duda tiempos de enfrentamientos y luchas;
pero, paralelamente, discurrió una historia de paz y de
fértiles contactos culturales sin la que muchos fenómenos
singulares no hubieran existido.
Al principio, son los cristianos quienes han de vivir bajo dominio
musulmán. Muchos se convierten al islamismo; son los adoptados
(muwalladin) o muladíes. Otros conservarán
su antigua religión, si bien, en otros aspectos, son
inevitablemente arabizados, sentido de la expresión mustarib,
de donde procede nuestro término mozárabe. Con
posterioridad, a partir de la Capitulación de Toledo en 1085 y a
medida que avanza la reconquista, la dificultad de los reinos del norte
para repoblar las zonas que se iban ganando hizo que hubieran de
adoptar una decisión de profundas consecuencias para la cultura
medieval española: la población andalusí vencida
es autorizada a quedarse bajo dominio cristiano, conservando la
religión islámica, la lengua árabe y una
organización jurídica propia. Son, literalmente,
“aquéllos a quienes ha sido permitido quedarse”,
significado del árabe mudayyan, del cual deriva la
palabra mudéjar.
En un sentido más amplio, los términos mozárabe
y mudéjar han venido utilizándose para aludir a
realidades producto del proceso de mutua aculturación que
surgió de la forzada convivencia entre cristianos y moros.
Así, por ejemplo, mozárabe es el canto de los
cristianos que viven bajo el Islam y también el dialecto
románico salpicado de árabe (y transcrito a veces con
caracteres de esa lengua) en que se dio el origen de la literatura
española. La palabra mudéjar se usa desde
mediados del siglo pasado para designar, en las artes plásticas,
al más personal de los estilos peninsulares, ese arte de
inspiración musulmana que se desarrolló en la
España cristiana durante los siglos XI a XVI. También se
habla de mudejarismo para aludir a cualquier fenómeno
cultural en que se manifiesta una fusión de elementos cristianos
y árabes, muy especialmente en el campo de las costumbres.
Américo Castro, Márquez Villanueva, López-Baralt y
otros han recogido numerosos ejemplos de esas modificaciones de
hábitos subsiguientes al contacto directo y continuado entre
etnias.
Como la literatura, la lengua, las artes plásticas, las ciencias
y las costumbres, tampoco la música escapó al precitado
fenómeno. El lexicógrafo tunecino Ahmad al-Tifasi
(1184-1253) dedicó valiosas páginas a la música de
al-Andalus. Nos dice que en los tiempos antiguos el canto de los
andalusíes se desarrollaba o bien en el estilo de los cristianos
o bien en el del rudo canto de los camelleros. Señala que, en
esos primeros tiempos, los árabes no tenían ninguna regla
musical que justificara sus prácticas. Para remediar este estado
de anarquía se hizo venir a músicos del norte de
África que dominaban la técnica musical de Medina.
Después vendría Ziryab, que aportó innovaciones
sorprendentes. La etapa siguiente está enteramente dominada,
según nuestro enciclopedista, por la personalidad del zaragozano
Ibn Baya (m. en 1139), quien es presentado como el músico
que logró combinar el canto de los cristianos con el
venido del Mashreq. Al-Tifasi dice concretamente que el gran Imam
Ibn Baya mezcló (mazaja) ambas músicas. La
afirmación ha sido interpretada por el musicólogo Ch.
Poché en el sentido de que Ibn Baya (Avempace) pudo fundar un
repertorio sobre la base de estructuras musicales visigóticas o
incluso derivadas de un modelo gregoriano. Si no, sería
difícil explicar la pervivencia en la música
andalusí tradicional de escalas que desdeñan todo uso de
intervalos inferiores al semitono y que en este sentido siguen reglas
diferentes a las del resto de la música árabe. Este
aspecto ya fue destacado en 1863 por F. Salvador-Daniel, quien estimaba
que había una analogía sorprendente entre las escalas
musicales de pervivencia arábigo-andaluza y las del canto
gregoriano. De hecho, en cuanto a su conformación modal, no
existen diferencias muy significativas entre las melodías de
Alfonso X, por ejemplo, y las de muchas de las más arcaicas
piezas de la tradición andalusí. Las analogías
podrían no sólo afectar a los modos, sino tal vez
también, en opinión de H. H. Touma, a los propios
diseños melódicos.
Una prueba más de ciertas estructuras musicales comunes a
árabes y cristianos podría ser la siguiente referencia de
F. Salinas. En sus Siete Libros sobre la Música,
publicado en 1577, explicando el dímetro cataléctico,
habla del aire Rey don Alfonso. Dice que su
“música y danza eran muy frecuentes (...) entre los
moros”. Y añade: “Así se canta en
árabe: Calui vi calui Calui araui. Su
música es ésta:...” Fue Carolina Michaellis
de Vasconcellos quien en 1915 llamó por primera vez la
atención sobre la pieza. La autora hace un rastreo de su
popularidad en la época de Gil Vicente y en siglos anteriores y
posteriores. En 1922, J. Ribera destaca que el fragmento de
Salinas está en inequívoco ritmo quinario, muy abundante,
añade, en nuestra música popular. El insigne arabista
apunta una posible vinculación entre el título de la
pieza y la aún oscura expresión del Arcipreste de Hita
(en su famosa enumeración de instrumentos) “cabel el
orabín”. También se han referido a esta peculiar
danza M. Querol (1948), A. Salazar (1948), J. J. Rey (1978) y R. de
Zayas (1981), entre otros. Sesenta y nueve años antes de
la publicación de la obra de Salinas, en la Intavolatura
de Lauto de J. A. Dalza editada por Petrucci (1508), figura como
primera pieza, con el título Caldibi castigliano, un
desarrollo de esa misma melodía. J. J. Rey ha escrito que el
laudista Dalza “del mismo modo que ha entendido mal el texto, no
ha sido capaz de plasmar su ritmo en la tablatura”. Ese ritmo es
un ritmo quinario que, al decir del musicólogo madrileño,
“da a esta melodía un carácter muy peculiar y, dado
el modo como nos ha llegado, puede asegurarse que es una de las
melodías de danza más antiguas de nuestro
país”. En otro sitio ha escrito que “seguramente
Dalza intentó copiar o asimilar un estilo extraño a
él, escuchado a algún laudista
árabe-hispano...”
La danza hispano-árabe era precisamente uno de los aspectos que
más seducía a los cristianos. En su afán de
emulación del esplendor de las cortes orientales, algunos
dirigentes cristianos tenían esclavas cantoras y bailarinas
musulmanas. Por ejemplo, el conde castellano Sancho García, que
gobernó entre 995 y 1017, mantenía un grupo de
ellas (una sitara) para amenizar sus fiestas. Y eso mismo se
hacía habitualmente en la Pamplona del s. XI, según nos
cuenta al-Kinani, médico cordobés que se dedicaba a la
venta de esclavas músicas. Los textos cristianos relacionan a
menudo la danza con una expresión artística natural de
los moros. En general, era bastante frecuente, tanto en las cortes de
España como en las de Portugal, que los musulmanes
aportaran sus danzas en las fiestas populares y callejeras y en los
recibimientos oficiales. Las descripciones cristianas de los moriscos
coinciden en considerarlos muy amigos del baile al son de instrumentos,
pasión que contagiaría a no pocos cristianos. Las
más bellas descripciones de esa afición -y de la
hibridación entre maneras cristianas y árabes que en ella
se va manifestando- son sin duda las relativas al reino de Granada,
llegadas hasta nosotros a través de la pluma delicada de G.
Pérez de Hita: jóvenes moros que alternan canciones en
árabe y en castellano, caballeros cristianos que danzan con
damas moras ... Pero esto ocurría también en zonas que
llevaban siglos reconquistadas. El viajero checo barón de
Rozmithal (s. XV) cuenta que en casa de un conde de Burgos acudieron
“hermosas doncellas y señoras ricamente ataviadas a la
usanza morisca, las cuales en toda su traza, y en sus comidas y
bebidas, siguen dicha usanza. Unas y otras bailaban danzas muy lindas
al estilo morisco”.
Las danzas festivas (o zambras, como se les llamaba en el sur),
se convertirán en una de las señas de identidad de los
moriscos y en una expresión genuina de mudejarismo. No en vano
esta “dança morisca... al son de dulçaynas y
flautas” (S. de Covarrubias) acaba convirtiéndose en
“la mejor danza que por acá tenemos” (F.
Gómez de Gómara). La palabra zambra, usada
probablemente en castellano desde la Baja Edad Media, parece que tuvo
siempre, junto al referido sentido, otros más genéricos.
J. Corominas recoge muy acertadamente tres: “orquesta
morisca”, “baile de moros” y “fiesta morisca
con música y algazara”, a los que podría
añadirse el de “el tañido para el baile de la
zambra” (Diccionario de autoridades) e incluso, como ha
señalado R. de Zayas, el del propio lugar donde se tienen estos
regocijos (“¿Fuestes los domingos o fiestas a las tabernas
o a las zambras?” -P. de Alcalá-). En el fuerte
proceso de aculturación, que se acentúa ya de forma
irreversible tras la caída de Granada, las zambras acaban
incluso acompañando a las procesiones del Corpus y hasta
entrando en la iglesia cuando no había órganos. Un
viejo morisco granadino nos cuenta de todo un Arzobispo “que
quando en la misa se bolvía al pueblo, en lugar de Dominus
boviscum, dezía en Arábigo: y barasicún, y luego
respondía la zambra”.
Cuanto acabamos de ver, y especialmente la referencia de Salinas a esa
danza común Calvi vi calvi/Rey don Alonso, podría
ayudar a responder una pregunta que siempre intrigó a la
musicología: ¿cómo pudo ser el trabajo conjunto de
los músicos de Alfonso X si cerca de la mitad (trece de
veintisiete, a juzgar por los datos referidos a la capilla de su hijo
Sancho) eran árabes?. Sería iluso por nuestra parte
pretender dar una respuesta científica. Aun suponiendo que fuera
posible, ni está en nuestra mano ni lo pretendemos. La
reconstrucción instrumental de la citada pieza y del resto del
programa musical que presentamos consiste esencialmente en un trabajo
de recreación documentada. Toda interpretación de
música lo es, pero en mucho mayor grado quizá cuando las
piezas existieron por primera vez hace siglos. Nuestras preguntas de
partida han sido: ¿cómo pudo ser la música para
instrumentos que, junto con la vocal, conformaba el paisaje sonoro de
nuestra Edad Media? ¿es posible vincular de alguna manera las
esquemáticas melodías conservadas y un estilo que haga
justicia a documentos tan elocuentes como los citados? Amando cosas que
nunca vimos, nos hemos propuesto trabajar sobre un estilo instrumental
en la España Mudéjar. No habiéndose conservado
música para instrumentos escrita en la Edad Media
española, hemos debido partir de material melódico
procedente de piezas vocales. Está comúnmente asumido
cierto carácter intercambiable entre materiales vocales e
instrumentales en la Edad Media, hecho que también se da, por
cierto, en culturas que trabajan hoy día con músicas
monódicas. Piezas trovadorescas como la famosa Kalenda Maya
o Souvent Soupir pudieron ser en su origen obras
instrumentales. También los tenores Chose Tassin y Chose
Loyset acaso fueron material melódico de estampidas.
Además, si, como parece estar suficientemente demostrado,
había un grupo importante de melodías que circulaban en
la memoria de los trovadores y éstos las aplicaban a
poesías distintas (los famosos contrafacta) sería
verosímil que esos aires fueran igualmente materia prima de los
trabajos de los músicos de instrumento. La especialista R.
Álvarez ha escrito: “Habría que prestar más
atención, quizás, al papel de la improvisación en
la música instrumental en la Edad Media, porque es posible que
los juglares y ministriles recrearan en cada actuación con sus
instrumentos un repertorio conocido por todos”.
Circunscribiéndonos al ámbito cercano de las cantigas de
Alfonso X, hay ejemplos bien conocidos de estas contrahechuras.
J. Sage ofrece una lista en la que, desde luego, no faltan algunos
casos discutibles. Es ésta: la cantiga 216 usa una
melodía del trovero G. de Dargies, la 380 y la 340 usan
melodías de Cadenet, la 202 de un autor anónimo, la 100
recuerda (!) a la melodía del anónimo Lamento di
Tristano y la 29 a una de J. de Garlandia; otras (49, 97, 152, 244
, 290 y 316) pueden remitir a piezas de la Escuela de Notre Dame. I.
Fernández de la Cuesta, a pesar de defender la originalidad
melódica del repertorio, da también algunos ejemplos
más: la cuarta frase melódica de la cantiga Prólogo
coincide con otra de Berenguer de Palau y la 73 tiene una indudable
relación con la primera de Martín Códax. En
la 347 (y no es el único ejemplo) puede leerse: “de que
fiz cantiga nova con son meu, ca non alleo”. Es decir, el rey o
el trovador quiere dejar claro que en ese caso tanto la letra
como la música le pertenecen.
Investigar y experimentar. La materia prima que elaboramos procede de
códices cristianos que nos transmiten bellas pero desnudas
melodías de Alfonso X, Teobaldo de Navarra, Guiraut d'Espanha y
otros. Juntamente, hemos trabajado sobre el legado que devotamente
mantienen los andalusíes, procurando acercar, de nuevo, ambas
músicas, buscando que mutuamente se aporten sus bellezas. Que
recobren los aires cristianos algo del color y la tibieza de lo vivo...
que abandonen un momento la rigidez del pergamino. En contrapartida,
ellos pueden contagiar su noble pátina antigua a unos sones de
la tradición que acaso surgieron juntos.
LOS INSTRUMENTOS
El laúd morisco
“¡Qué hermoso es el laúd, qué bella su forma!
Oyendo su preludio me conmuevo,
por él se debe toda tarea abandonar
(...).
Oye a quien sólo dice la verdad
(...);
amar recomienda, aunque él no ame,
y nostalgia recuerda sin él amar.
(...)
fino es su cuello, lleno su vientre,
y su voz no es la del adulto:
niño es, y cuanto hace agrada”.
Estos versos de Ibn Quzmán contienen algunas
de las más bellas palabras dedicadas al laúd. Con otras
más prosaicas podríamos definirlo como un
cordófono punteado provisto de resonador, con espalda abombada y
mango. El término laúd procede del árabe ‘ud
(‘madera’) con el artículo al aglutinado.
Este sintagma fue calcado en castellano mediante el vocablo alaút,
documentado en la literatura medieval.
El laúd árabe, instrumento de remotos orígenes,
llegó probablemente a la península desde los primeros
tiempos de la invasión. Su más antigua
representación en suelo andalusí data del año 968;
está labrada en un bote de marfil procedente de Córdoba.
De fecha anterior (962), y a pesar de que su morfología puede
hacernos albergar algunas dudas, son los laúdes
andalusíes del Beato que para el monasterio de San Miguel de la
Escalada iluminó Magio, primero en convertir a los ancianos del
Apocalipsis en músicos islámicos tañendo el ‘ud
y sentados al modo árabe. Del siglo XI es la
representación labrada en una pila de abluciones conservada en
Játiva. En al-Andalus se dieron algunas significativas
transformaciones del instrumento. Por ejemplo, la sustitución de
las bocas de la tapa por decorativos rosetones, préstamo
éste tal vez tomado de la arquitectura gótica, y
quizás también el añadido del quinto orden de
cuerdas (quinta cuerda doble), que se atribuye a Ziryab (s. IX). Es
probable que convivieran los ejemplares de cinco y cuatro
órdenes; al-Tifasi, por ejemplo, sólo parece conocer este
último modelo. También se atribuyen a Ziryab otras
modificaciones: un aligeramiento general del instrumento, mejora en la
calidad de las cuerdas y sustitución de los plectros de madera
por otros más flexibles.
En la incorporación del laúd al instrumentario cristiano
es muy posible que tuviera especial protagonismo el ambiente cultural
de las cortes de Alfonso X, en algunos de cuyos códices
están representados bellos ejemplares. La primera mención
literaria castellana se encuentra en La doncella Teodor (c.
1250): “Aprendí tañer laúd y cannon y las
treinta y tres trovas”. En el Poema de Alfonso XI (1328)
se adjudica a nuestro instrumento el adjetivo
“halagüeño” (“estrumento
falaguero”). De 1330 es la cita del Arcipreste de Hita que le
atribuye el tocar la trisca: “el corpudo alaud que tien punto a
la trisca”. Corominas ha destacado cómo la palabra trisca
puede tener el sentido de ‘danza’ (sería la
homónima castellana de la francesa tresche y la occitana
tresca) en estos versos del Libro de Alexandre:
“tiempo dolce e sabroso...
entran en flor las miesses ca son ya espigadas,
fazen las dueñas triscas en camisas delgadas”.
Es sorprendente comprobar el peso de la tradición en el
mantenimiento de las características organológicas del
laúd, emblema de la música árabe. Un manuscrito
persa del s. XIV (Tesoro de Rarezas) contiene un capítulo
dedicado a la construcción y diseño de instrumentos
musicales. Incluye descripciones de sus proporciones y dimensiones, los
materiales usados, los procedimientos seguidos para tratar las maderas
y construir las cuerdas. En el caso del laúd se refiere que la
madera debe ser de mediana consistencia, siendo la mejor la de abeto o
pino. Las dimensiones del instrumento, casi literalmente tomadas de
al-Kindi (s. XI), son muy similares a las de los laúdes
árabes actuales.
Isma‘il ibn Bard (s. X) escribió estos versos cuando le
regalaron un antiguo laúd:
“Fuiste muy generoso al mandarme un laúd
que era de la familia de al-Walid.
Generación tras generación lo remendaron las manos.
Es para mí como un laúd de mosaicos.
Las arañas tejieron sobre él porque lo creían vestigio
de un edificio en ruinas”.
Y añade esta hermosa frase que ahora,
a finales del s. XX, cobra aún más emocionantes
resonancias:
“Este laúd es como líneas borradas,
como el resto de tinta de una preciosa caligrafía”.
La guitarra morisca
Según Corominas, nuestra palabra procede del árabe kitara,
que a su vez la tomó del griego kithara. En árabe
hallamos kaitara en fuentes hispanas de los ss. XI y XIII. Una
de las primeras menciones del instrumento en la literatura castellana
puede ser la del Libro de Aleixandre, sobre todo si se aceptan
las modernas dataciones de la composición de la obra en pleno s.
XII: “guitarra e viola que las coytas enbota”. En el Poema
de Alfonso XI (1328) leemos: “la guitarra serranista /
estromento con razón”. Luego están las sabrosas y
complicadas referencias del Arcipreste de Hita (1330):
“allí sale gritando la guitarra morisca
de las vozes aguda e de los puntos arisca
(...)
la guitarra latina con estos se aprisca”.
Hablando de los instrumentos no adecuados a los
“cantares de arábigo” escribe:
“sinfonía, guitarra non son de aqueste marco”.
Empezando por el final, nos choca leer que la guitarra no es adecuada
al estilo arábigo cuando existe un tipo llamado
precisamente morisca o serranista. Es éste un
hecho constatado no sólo en la literatura sino también en
fuentes documentales, incluso de fuera de la Península.
Quizá podría pensarse que la expresión guitarra
sin calificativos se refiere, en el verso del Arcipreste, a la guitarra
latina, la cual habría de tener características
esenciales (¿afinación?, ¿técnica de
toque?, ¿existencia de trastes?...) que la hacían poco
adecuada para el estilo arábigo. Imposible saber con
seguridad cuál o cuáles eran esos rasgos distintivos:
como tantas veces, disponemos de un puñado de nombres, otro de
imágenes y muchas falsas pistas para la confusión.
Tampoco tenemos claras las diferencias con la viuela de
péñola que también cita el Arcipreste. J.
Ballester llama guitarra morisca a un prototipo que aparece con
frecuencia (31.2 %) en los retablos catalano-aragoneses. Se trata de
una especie de laúd de un tamaño muy pequeño.
Calculando por encima a partir de las proporciones de las figuras
humanas que lo tañen, podríamos hablar de anchuras de
caja en torno a los 20 cms. y de una longitud total no muy superior a
50. Como ha señalado J. J. Rey, se trata muy probablemente del
instrumento que describe Tinctoris (1476), llamándolo ghiterra
o ghiterna y atribuyendo su invención (acaso hay que
entender su uso) a los catalanes. Este prototipo tiene
antecedentes en la iconografía más antigua: por ejemplo,
los dos instrumentos representados en la miniatura de la cantiga 90
(códice b I 2). Rey se inclina a pensar que éstos fueran bandurrias,
quizás llamados guitarras en otras zonas. Coincide en
esto con R. Álvarez, quien opina que este laúd corto era
denominado en el XIV, indistintamente, guitarra, mandurria
o vandurria. Fernández Manzano se ha referido al
nacimiento en la península de esta guitarra morisca como ejemplo
del mudejarismo organológico que se operó en nuestro
suelo. Respecto a los modelos punteados con caja en forma de ocho todo
hace pensar, señala Rey, que no se llamaban en la Edad Media
normalmente guitarras sino vihuelas de péñola
(‘plectro’, ‘pluma’). Así pues,
podría aventurarse que el término guitarra
aludiría a varias tipologías de instrumentos de caja
ovalada y fondo abombado mientras que el término viuela
se referiría más bien a los ejemplares con caja en forma
de ocho y fondo plano. Volvamos a las frases del Arcipreste. “De
las bozes aguda” parece apuntar de forma clara a un instrumento
de tamaño pequeño. El considerar a la guitarra morisca
poco amiga de los puntos, de las notas (“de los puntos
arisca”) podría aludir al hecho de no tener trastes, lo
que sería quizás uno de esos elementos diferenciadores de
que hablábamos antes. Nosotros añadimos a todas estas
hipótesis una más; en este caso, la hipótesis
de un sonido, de un timbre. Hemos realizado un diseño
experimental cruzando las apariencias externas de las imágenes
con un instrumento de Arabia Saudí, el antiquísimo qambus,
emparentado posiblemente con algunos de los cordófonos que
aparecen en miniaturas de las Cantigas.
El rabel
Al parecer, durante la Edad Media se tocaron dos modelos bien distintos
de rabel. Siguiendo la terminología de la época,
calificaremos a uno con el adjetivo morisco y llamaremos al
otro simplemente rabel. El primero es el rebab
árabe, cuyo uso agoniza hoy día en la música
andalusí. Se trata de un singular cordófono, constituido
por un solo bloque de madera excavada, que se estrecha gradualmente
hacia el clavijero. En éste, que está inclinado hacia
atrás, se albergan las clavijas correspondientes a las dos
únicas cuerdas gruesas de que consta el instrumento. La
solidez con la que, al menos en tiempos recientes, se construye lo
haría poco sonoro si no fuera porque la tapa armónica
(que abarca todo el instrumento) abandona la madera por la piel en el
tramo final del mismo, donde se encuentra el puente. Más
aún si cabe que en el caso del laúd, sorprende la fuerte
similitud entre los modelos que se tañen todavía hoy y
los que muestra la iconografía medieval. En las miniaturas de
las Cantigas, por ejemplo, encontramos tres: dos en la
miniatura de la Cantiga 110 (códice b I 2) y otro más (en
conjunto con laúd, canon y percusión) en la de la Cantiga
100 (códice T I 1). Hay también muy bellos ejemplares en
pinturas catalano-aragonesas, francesas, etc. En algunas parecen verse
rosetones calados en una posición muy alta, es decir, muy cerca
del clavijero. Esto podría ser indicio de que el instrumento se
tocaba como hoy día, es decir, con las cuerdas muy separadas del
mástil y sin llegar a tocar éste al ser pisadas. Este
hecho, unido al uso de pesados arcos muy cortos y al gran grosor de las
cuerdas en relación a su longitud, determina un estilo de toque
peculiar que, en las orquestas andalusíes tradicionales, da al rebab
una función a la vez rítmica y melódica. Los
árabes parecen haber conocido el instrumento desde época
preislámica, pero hay dudas sobre si era un cordófono
frotado o punteado. La primera prueba incontestable de un rebab
con arco está en al-Farabi, en el s. X, época en que,
como ha señalado P. Bec, se produce la entrada del arco en
Europa. Éste es, con toda probabilidad, el instrumento que hace
sonar el Arcipreste en el verso “medio caño e harpa con el
rrabé morisco”, bien distinto sin duda, por su forma y
sonido, a ese otro “rabé gritador” que deja
oír “su alta nota” unos versos más abajo. Es
curioso cómo el rabel europeo sí tiene como constante su
sonido agudo. Todavía Covarrubias dice que se trata de un
instrumento “de tres cuerdas y de voces muy subidas”. Pero,
a pesar de estas diferencias, está demostrado que el rabel
europeo es heredero del rebab árabe no sólo en el
nombre, sino también en algunas de sus características
organológicas. El rabel se tocaba tanto a la manera oriental
(sobre el muslo) como a la occidental (sobre la clavícula).
Ésta última la podemos ver, por ejemplo, en un ejemplar
procedente de Santiago de Compostela.
El canon
Canon (Poema de Alfonso XI), cannon (La doncella Teodor),
caño, canno (Libro de Buen Amor) son versiones
castellanas medievales de la voz árabe qanun, procedente
a su vez del griego kanón (lat. canon). Se refieren a un
instrumento oriundo de Egipto, de cuerda pulsada (mediante dos
púas colocadoas en los índices con anillos), forma
trapezoide asimétrica y que se toca apoyado sobre los muslos del
ejecutante sentado. Suele tener muchos órdenes de cuerdas
triples (no menos de 25). Según Ibn Khallikan (s. XIII) su
invención se debió a al-Farabi (s. X), sin embargo
éste no lo cita, al menos con ese nombre. En al-Andalus Ibn Hazm
se refiere al qanun como al rey de los instrumentos y
al-Saqundi (s. XIII) lo nombra entre los que exporta Sevilla.
Gil de Zamora (1230) lo menciona como recien llegado a nuestro
país, lo cual sorprende, ya que desde mediados del XII
está esculpido en la puerta principal de Santo Domingo de Soria.
R. Álvarez da una larga lista de testimonios
iconográficos de nuestro instrumento durante los ss. XII y
XIII. La citada especialista (y no sólo ella) piensa que
existía un modo oriental y otro occidental de tañer el
canon. El primero, sobre las piernas de forma horizontal y el segundo
verticalmente contra el pecho, como se ve, por ejemplo, en las
miniaturas de las cantigas. Sin pretender demostrar que no
existió ese uso vertical, nosotros pensamos que puede tratarse,
como tantas veces, de un error de interpretación
iconográfica. En el caso de las miniaturas alfonsíes
parece no albergar dudas nuestra hipótesis: todos los objetos de
estructura similar a la del que nos ocupa que, por su naturaleza, deben
adoptar una posición horizontal (una sábana en la que
duerme un niño, un tablero de ajedrez, etc) aparecen
representados de forma vertical. Pensamos que se trata de un problema
de plasmación de la perspectiva, que luego acaba por convertirse
en tópico iconográfico. Puede haber también otras
razones. En un manuscrito egipcio del s. XIV (La Revelación
de las Aflicciones) vemos una miniatura en la que hay un tocador de
qanun sentado con el instrumento sostenido de forma vertical
contra el pecho. Su mano derecha se apoya en las cuerdas mientras que
la izquierda está recogida sobre las clavijas. G. D. Sawa ha
demostrado que, aunque algunos se han apoyado en la imagen para
corroborar la existencia de esa forma de toque, el propio texto del
manuscrito parece contradecirla, al hablar, por ejemplo, de la gran
agilidad en el movimiento de ambas manos en que consiste esencialmente
el arte del tañedor. También dice el texto -y esto es
interesante porque se mantiene en los músicos de qanun
actuales- que el músico no debe parar de tocar aunque descubra
que el instrumento se ha desafinado; en ese caso ha de seguir
tañendo con la derecha y rectificar sobre la marcha la
afinación con la mano izquierda, cosa que no parece posible con
la posición vertical. Sawa recuerda que un instrumento puede ser
mostrado en al menos cuatro posiciones: tocándose, en
disposición de tocar pero sin hacerlo, en posición de
afinarlo y en actitud de ser mostrado. Con gran sentido común,
el articulista añade que cuando él explica el instrumento
ante el público lo suele colocar de forma vertical y,
agarrándolo por la línea oblicua de las clavijas, pulsa
unas pocas cuerdas con la mano derecha. Es la forma de mostrar el
instrumento, de que se vea. A los argumentos de Sawa cabría
añadir uno que quizá hubiera ahorrado todos los
demás: la alfombra sobre la que está sentado nuestro
músico también es mostrada en una imposible
posición vertical. Es lo mismo que ocurre con todos los
instrumentos de las miniaturas alfonsíes.
La viola
La viola es probablemente el más prestigioso de los instrumentos
medievales. Tanto que incluso se había creado una palabra para
designar la acción de tañerlo: el verbo violar,
análogo al provenzal antiguo viular. Corominas opina que
el origen de las palabras vihuela y viola es incierto,
“quizá onomatopéyico”. Aventura que es
probable que en todas partes se tomara del occitano antiguo viula
(a veces viola) derivado de viular (‘tocar la
vihuela e instrumentos de viento’), cuyo valor imitativo es
claro. P. Bec, en un interesante y extenso trabajo, ha atacado esta
hipótesis por no contemplar el hecho de que originariamente
todos los términos romances se refieren tanto a ejemplares
pulsados como frotados. Bec sostiene que todas las palabras europeas
que designan el instrumento proceden de dos únicas bases: una
germánica, *FIDULA (de origen latino), y otra románica,
*VIOLA. La primera de esas bases (*FIDULA) la explica como un derivado
de fides (‘cuerdas’) en cuya formación ha
podido influir la analogía con fistula. La posible base
románica *VIOLA sigue oscura.
Las más antiguas referencias literarias en castellano son las
del Libro de Apolonio:
“Tenpró bien la vihuela en
hun son natural,
(...)
començó una laude, omne non vio atal,
Fazia fermosos sones e fermosas debayladas;
Quedaua a sabiendas la boz a las vegadas,
Fazia a la viuela dezir puntos ortados;
semeiavan que eran palabras afirmadas.
Los altos e los baxos todos dellas dizian
(...),
fazia otros depuertos que mucho mas valien”.
El texto es hermoso porque deja entrever una
técnica instrumental refinada y llena de matices que tiene a la
voz humana como ideal expresivo. Muy interesante es también este
fragmento:
“fue trayendo el arco egual e muy parejo;
fue levantando unos tan dulçes sones,
doblas e debailadas, temblantes semitones...”
El sentido completo de la
terminología probablemente se nos escapa: debayladas
(Menéndez Pidal le da el sentido de “codas
cadenciales”), depuertos, doblas ... pero
subsiste la idea de un estilo complejo, sutil. Existe igualmente una
preocupación por la calidad del instrumento (“priso huna
viola buena e bien tenprada”). En el Libro de Buen Amor
hay unos versos que parecen copiados de los referidos más
arriba:
“La vihuela de arco faze dulces devayladas,
Adormiendo a las vezes, muy alta a las vegadas,
vozes dulces, sabrosas, claras e bien puntadas,
a las gentes alegra, todas tiene pagadas”.
Esta capacidad de la viola para alegrar a los oyentes es una constante
en toda la literatura europea. Es también habitual la
alusión a la dulzura de su sonido. Bec opina que se detecta en
los textos una oposición dialéctica viola/rabel, que
atribuye a la primera cualidades como la nobleza, la dulzura y la
dificultad de toque y al segundo las características contrarias:
popular, duro y sencillo.
La iconografía, tanto española como europea, presenta dos
fundamentales tipologías: una de caja oval (tipo al que
pertenecen, por ejemplo, todas las representadas en las miniaturas
alfonsíes) y otra de caja en forma de ocho, como las que se ven,
por ejemplo, en los pórticos gallegos.
Muchas imágenes muestran un bordón lateral que sale por
fuera del mástil y cuya altura, opina P. Bec, podría ser
manipulada por la presión del pulgar de la mano izquierda. Pero
también es posible, como ha apuntado R. Álvarez, que esa
cuerda fuera punteada por ése u otros dedos. El violista del
GRUPO ha experimentado en una de las piezas sobre una especie de
autoacompañamiento de ese tipo que hace recordar el origen
común de todos los cordófonos.
La flauta
“El uso de las flautas (...) parece averse inventado en los
campos, se truxo al poblado y usavan dellas en diversas ocasiones los
gentiles”. Esta bella frase de Covarrubias resume en su sencillez
lo que a la postre podemos saber de este grupo de instrumentos cuya
antigüedad puede medirse en decenas de milenios. El número
de flautas medievales conservadas hoy es considerablemente alto: F.
Crane da una lista de casi 150 de las de silbato o bisel, que son sin
duda la inmensa mayoría. Este primer grupo podría
subdividirse en dos si atendemos a esa convención que reserva el
nombre de flauta dulce sólo para los ejemplares de siete
(u ocho, si el inferior está duplicado) agujeros delanteros y
uno trasero para el pulgar. Los instrumentos de menor número de
orificios son sin duda mayoría. Predominan los tallados a
cuchillo en los huesos más propicios de animales. Aunque en
menor número, también se conservan flautas de madera. Del
s. XI data, por ejemplo, una de dos agujeros encontrada en Polonia y
del s. XIV las de dos más uno (pulgar) de Serris y Sharlaken,
entre otras. Éstos son probablemente los tipos aludidos en los
famosos versos del Arcipreste (“la flauta diz con ellos mas alta
que un risco / con ella el tanborete, sin el non vale un
prisco”). Pero también han llegado hasta nosotros
instrumentos de más agujeros, como la flauta de seis más
uno de Charavines (Isère), considerada del s. XI. Hay
también ejemplares tallados en cuernos y otros de
cerámica. Estos últimos se relacionan con los imitadores
de pájaros o ruiseñores, que también se han
hallado con diversas variantes en el espacio geográfico de lo
que fue al-Andalus.
Flautas dulces hemos conservado tres: dos de ellas, las encontradas en
Holanda (ss. XIII o XIV) y Alemania (s. XIV), son muy parecidas. Han
sido estudiadas por R. Weber. Morfológicamente, el aspecto
más curioso estaría en la posible cerrazón -total
o parcial- de la campana del instrumento similar a la que, aprovechando
el propio material vegetal de un nudo de la caña, se produce en
ciertas flautillas norteafricanas. Weber escribe: “Conviene no
olvidar que el instrumento de Dordrecht, por el diseño de su
bisel y su estrecho taladro, recuerda con fuerza a los modelos
orientales. Casi parece una copia en madera de una flauta de
caña, realizada así al faltar ese material en estas
latitudes”. El tercer ejemplar (s. XIV) ha sido encontrado en
Gotinga. H. Reiner ha hecho una reconstrucción cuyo sonido
define como potente y con algunos ruidos. Si difícil es la
identificación de aerófonos en la iconografía
más aún lo es el poder precisar el número de
agujeros. De todas formas (y es tesis recientemente formulada por A.
Rowland-Jones) parece que las representaciones evidencian que el
nacimiento de la flauta dulce pudo haberse dado en España.
Respecto a los modelos sin bisel diremos, siguiendo a Homo-Lechner, que
se conservan tres Flautas de Pan (ss. X, XI y XIII). No han
llegado hasta nosotros -o no han sido clasificadas como tales- flautas
traveseras medievales, lo cual no deja de ser extraño porque
este instrumento está muy regularmente representado en la
iconografía desde la más remota antigüedad y parece
estar demostrado que entró en Europa, procedente de Bizancio, en
el siglo XII. Al siguiente lo encontramos ya en Castilla, como prueba
esta bella miniatura de las Cantigas.
Por último, hay varios tubos con agujeros que no tienen boquilla
y que no se sabe cómo clasificar. Quizá no sería
descabellado aventurar que pudiera tratarse de flautas del tipo del nay
árabe. En efecto, contra lo que a menudo suele pensarse, es muy
posible que en nuestro suelo sonaran durante la Edad Media
también flautas distintas a las que hemos venido describiendo
aquí. Pueden ser las aludidas, en literatura y documentos, bajo
el nombre de ajabeba (o ajabera, ayabeba, caxabeba, exababa,
exabeba, etc). Este instrumento ha sido considerado casi sin
excepción como una flauta travesera, en un error que arranca
posiblemente de los trabajos de J. M. Lamaña y en el que
seguramente también habrá influido la comodidad mental de
asignar a los dos instrumentos tan conocidos después (la flauta
dulce y la travesera) la pareja terminológica flauta y ajabeba.
Sin embargo, los datos parecen apuntar a que la ajabeba era una
flauta del tipo de los actuales nay (árabe, persa y
turco), qasba del Magreb... y, lógicamente, del tipo de
los que hoy se siguen llamando sabbaba en la música de
los drusos y en la kurda, por ejemplo. Es decir, que se trataba de una
caña (y no de un tubo torneado como sostiene Álvarez) con
un cierto número de agujeros y abierta por los dos extremos, uno
de los cuales, algo afilado, se utilizaba como embocadura soplando de
forma oblicua.
La cítola
La cítola es uno de los instrumentos medievales cuya
morfología esencial está hoy más clara. Así
piensa, al menos, J. J. Rey quien ha escrito interesantes
páginas sobre el tema. El principal punto fuerte de su
argumentación se apoya en una feliz casualidad que nos permite
casar un documento iconográfico con otro literario. Este
último esta sacado de la Vida de San Millán de la
Cogolla (c. 1234) de Berceo: “Auia otra costumbre el
pastor que uos digo:
por uso una çítola traya siempre
consigo”. Pocos años después un anónimo
pintor quiso plasmar en un retablo la vida de San Millán,
siguiendo paso a paso la narración de Berceo, de modo que
actualmente podemos ver (en el Museo de Bellas Artes de Logroño)
lo que era una cítola para un contemporáneo.
En Inglaterra se ha conservado una cítola a la que en el s. XVI
se le colocó una tapa de viola. Se trata de un bellísimo
ejemplar construido hacia 1340. El luthier C. Gonzales,
apoyándose en la riqueza decorativa y de materiales, lo
considera un instrumento cortesano. Ciertos desgastes y marcas muestran
que fue tocado de forma intensiva y varios detalles de su
construcción (ligereza, ausencia de decoración en
determinados puntos...) manifiestan una voluntad de búsqueda
sonora.
La pandereta
La voz pandereta es más moderna que la de panderete
y no empezó a generalizarse hasta el s. XVIII. El sufijo -ete
es de procedencia mozárabe. En el Libro de Buen Amor
leemos: “Dulce caño entero sal con el panderete / con
sonajas de açofar façen dulçe sonete”. J.
Blades ha escrito que los instrumentos más usados en la Edad
Media (a juzgar por la iconografía) eran muy similares a los
usados hoy día en muchos folklores, pero sobre todo dice que
guardan una fuerte similitud con los que eran habituales en
Turquía durante el pasado siglo. La versatilidad tímbrica
que produce el contar con los dos elementos básicos de la
conformación del instrumento, la piel y las sonajas de
latón, ha sido explotada desde antiguo en el mundo árabe:
tar, riq, etc. El vocablo tarr aparece en el Vocabulista
arábigo en letra castellana (1505) de P. de Alcalá
con el significado de ‘pandero’.
La darabuka
La darabuka es un tipo de tambor de cuerpo tubular
característico del mundo islámico. Su forma oscila entre
la de un reloj de arena y la de una copa o cáliz y
también los hay de variados tamaños. Su origen puede
remontarse a las civilizaciones de Babilonia y Sumeria (3000-500 a. de
C.). Las representaciones medievales no abundan. En la
iconografía cristiana son éstas: Beatos de Valladolid y
Seo de Urgel (s. X), Beato de Fernando I (s. XI) y Cantigas de
Santa María (s. XIII). Tampoco se sabe a ciencia cierta con
qué nombre se le designaba en la literatura hispana. Pensamos
que este tipo de tambor estaría dentro de lo designado por
alguna de estas palabras: atamor, atambor, atabal, tamboret,
tamborino o tamborete (Menéndez Pidal parece dar por
hecho que se trataba de ésta última). Sin embargo, su uso
en nuestro suelo está fuera de toda duda al haberse encontrado
ejemplares en tres (quizá cuatro) yacimientos
arqueológicos. Todos son de pequeño tamaño. El
primero, que puede ser del s. X, se encontró en 1973 entre los
restos de una nave islámica hundida cerca de Cannes
(Batéguier). El barco, procedente al parecer de Almería,
transportaba un cargamento de cerámica para abastecer los
enclaves musulmanes de esa zona. El segundo ejemplar se
encontró, junto a fragmentos de otros dos más, en el
fondo de un pozo de Benetússer (Valencia). Puede ser de
época califal (960-1030) o ligeramente posterior. En 1985
aparece el tercer ejemplar en el yacimiento granadino conocido como
“El Castillejo de los Guájares”. Este tambor, que
puede ser del s. XIV o quizás anterior, es muy interesante, ya
que sus dimensiones y forma son parecidas a las que pueden verse
en la miniatura de la Cantiga 300 (Códice b I 2). Como ha
señalado M. Cortés, ambos instrumentos son a su vez muy
similares a tambores en uso hoy en Iraq. El posible cuarto ejemplar,
encontrado en Málaga, aún no está datado.
EL PROGRAMA Y SU INTERPRETACIÓN
Está comunmente aceptado que la música instrumental de la
Edad Media se apoyaba más en el arte de la interpretación
que en el de la composición. La melodía que nos
proporcionan los manuscritos es sólo un pretexto para empezar a
trabajar. Su lectura -que en músicas posteriores puede llegar a
ser un buen porcentaje del proceso- será tan sólo el
comienzo de un largo ejercicio de experimentación y de
investigación práctica. La música, por suerte o
por desgracia, no puede ser arqueología. Como las
reconstrucciones en arquitectura o escultura son irreversibles, hemos
debido acostumbrarnos a disfrutar de estatuas mutiladas,
pórticos que han perdido la policromía y edificios en
ruinas. Al haber querido nuestra cultura que la historia prime sobre el
arte, seguramente tendría pocos partidarios la idea de pintar
con los vivos colores originales las figuras que esculpió el
maestro Mateo para el Pórtico de la Gloria. Pero la
música está hecha de otra pasta. O suena o no existe. Y
para que suene ha de estar restaurada de arriba a abajo. Cada
interpretación debe ser completada en todos sus detalles
tímbricos, rítmicos, de textura... Los vestigios de la
música medieval son códices con notación musical,
fragmentos de instrumentos y documentos (tratados, textos e
iconografía). La interpretación de un determinado momento
(en un disco o en un concierto) afortunadamente no los anula... Quedan
intactos para acercamientos ulteriores. Pero la autocensura, la
autolimitación es perniciosa porque la música no se oye
como arqueología. A la escultura vemos claramente que le falta
un brazo; a una música, desde el momento que está
sonando, no le falta nada: los ingredientes que no estén
causarán una impresión de pobreza, no de fragmentariedad.
Sin olvidar que hacemos música medieval, hemos procurado
recordar a cada paso que hacemos música.
Dejando a un lado el aspecto organológico, ya tratado en el
apartado anterior, éstas son algunas de las claves de nuestro
trabajo:
Revisión de la transcripción
Al tratarse de monodía este aspecto afectará a la altura
de las notas y a su duración. Aquélla no suele revestir
problemas. Ésta, es decir, la métrica, dista mucho de
estar resuelta. Trabajamos normalmente con reproducciones
facsímiles y con las transcripciones más reputadas de
cada repertorio. En el caso del presente registro se han utilizado
fundamentalmente las de H. Anglés. Para Alfonso X nos hemos
servido igualmente -en la danza sobre la cantiga Prólogo- de una
interesante transcripción en ritmo quinario realizada por el
musicólogo J. J. Rey hace diez años. En los demás
casos las modificaciones han sido de variada magnitud. Muy pocas se
hicieron con carácter previo al trabajo de investigación
interpretativa. La mayoría fueron surgiendo durante -y
como resultado de- ese trabajo. Casi todas responden a la
adaptación de la melodía a lo que podríamos llamar
“lógica del instrumento” y a la
interacción con otros elementos de la interpretación (la
percusión, por ejemplo). Para la danza instrumental sobre Calbi
arabi hemos debido elaborar una melodía a partir de las diez
notas reflejadas en su libro por Salinas. Hemos añadido
diecinueve más, inspirándonos en danzas de la
tradición andalusí y en la obra de J. A. Dalza Caldibi
Castigliano citada más arriba. A este respecto conviene
señalar que Dalza trabaja fundamentalmente sobre esas diez
primeras notas lo que puede llevar a pensar que se trataba de lo
más característico de esta pieza.
El ritmo
El ritmo -no confundir con la métrica o duración de las
notas- es un aspecto fundamental en la interpretación de la
monodía. Nos lo muestran no sólo las tradiciones vivas de
intrepretación monódica sino la propia abundancia y
variedad de instrumentos de percusión que nos transmiten los
textos y la iconografía. Hay que recordar, no obstante, que el
ritmo no es asunto sólo de los instrumentos de percusión.
También el ‘ud y el rebab tenían
muy probablemente la función de marcar el ritmo. En la
música andalusí la enseñanza se basa (y se basaba)
muy especialmente en el aprendizaje de las estructuras rítmicas
fundamentales y su vinculación con la métrica de los
textos del repertorio. El alumno aprende a marcar con la mano los
esquemas básicos de las distintas fórmulas
rítmicas a la vez que recita o entona los textos. La existencia
-documentada por los textos- de especialistas en instrumentos de
percusión desde época antigua, la abundacia de
instrumentos de percusión agudos, poco propicios en principio a
un papel de refuerzo, y la profusión desde antiguo de la
pandereta -o tar-, instrumento que ha destacado siempre por una
versatilidad grande, hacen poco creíble que el papel de los
instrumentos de percusión consistiera sólo en un
mecánico subrayar los acentos fundamentales ya insinuados por la
melodía. El ritmo en la monodía puede llegar a
convertirse -como ocurre con los acordes en la música con
textura armónica- en un soporte capaz de cambiar la
agógica fundamental de una melodía, su carácter
básico. El ritmo, entendido como “armonía de la
monodía” (F. Salvador-Daniel), como un verdadero
acompañamiento musical (y no sólo gestual) se
convierte en una herramienta fértil para el músico
medievalista. Salvo en los preludios libres, el ritmo debe subyacer
siempre proporcianando el lecho adecuado para que la melodía
respire. Es, desde luego, el elemento fundamental en que se apoyan
nuestras interpretaciones.
Además de su función de sostén armónico
de las piezas, el ritmo puede tener un importante papel en la
variación, ingrediente altamente deseable para proporcionar
aliento, variedad y longitud a melodías en principio cortas y
también para dar pie a la improvisación de postludios. La
variación rítmica, bien documentada en músicas
monódicas tradicionales y en algunas danzas medievales, ha sido
experimentada en diversas piezas del disco.
La heterofonía
La heterofonía es la unión de las varias visiones
individuales de una melodía. El esquema melódico es una
idea común a todos los intérpretes, pero su
realización es distinta desde el comienzo y ello en buena parte
debido a las posibilidades técnicas de cada instrumento.
Éste se vuelve protagonista y su técnica
interactúa con el estilo de variadas formas. Los instrumentos de
cuerda pulsada, por ejemplo, entienden y expresan la
melodía de forma distinta a los de cuerda frotada o viento; pero
también se dan en las músicas heterofónicas
efectos de imitación entre diferentes instrumentos: una viola
que rebate notas a la manera de un laúd, etc. B. Mazzouzi ha
hablado incluso, en el campo de la música andalusí, del
estilo de determinados músicos de un instrumento cuya
técnica se construye a veces sobre la base de la
imitación de otro muy distinto.
En las músicas de la tradición oral, como en buena parte
lo fue probablemente la monodía instrumental de la Edad Media,
se da a menudo un fenómeno singular. Determinadas
ornamentaciones pasan de maestro a alumno y llega el momento en que el
arabesco incidental pasa a formar parte del esquema, que poco a poco se
va oscureciendo. Dichas transformaciones hacen que el repertorio se
mantenga y viva.
Preludios, Interludios y Postludios
El preludio es una presentación del modo de la obra a la que
precede. No parece haber más reglas. Puede ser de ritmo
libre o medido, complejo o simple, largo o corto, usar motivos de la
pieza o bien -y esto parece más deseable y habitual en las
monodías cultas actuales- seguir otros derroteros atendiendo a
las notas características del modo y a sus enlaces habituales.
La presencia de postludios tanto en la música vocal como en la
instrumental es mencionada por Grocheo. Construido de manera similar al
preludio, el postludio debe lógicamente enfatizar la nota final
del modo y tener un carácter intensificador del afecto de la
pieza, por lo que es habitual que sea ritmado.
El interludio es un elemento de amplificación estructural de la
pieza que conecta, al igual que los dos anteriores, con el mundo de la
improvisación más o menos preparada, y, por
extensión, con la propia génesis de la música
instrumental de la Edad Media. E. Jammers, K. Zuckerman y otros han
estudiado cómo algunas estampidas de la serie italiana consisten
en ornamentaciones sucesivas de una melodía base relativamente
simple. Dichos desarrollos pudieron tener su origen en interludios
semiimprovisados. Por otra parte, parece hallarse una génesis de
este tipo en la propia acumulación de estrofas o puncta
en que consiste cualquiera de las danzas instrumentales conservadas (estampidas,
trotti, saltarelli, ductiae, etc). En todas estas piezas hay un
hecho que llama la atención. El primero de los puncta
tiene un grado de cohesión entre la cabeza y los remates que
culminan con las frases abierta (no conclusiva) y cerrada (conclusiva)
mayor que los puncta subsiguientes. Esto muestra que fue
compuesto en primer lugar y que los demás son creaciones nuevas
y variadas (en unos pocos casos, desarrollos) con el pie forzado de
haber de llevar esos remates. De nuevo aparece la hipótesis de
génesis muy vinculadas a una práctica relacionada con la
interpretación. Y una deseable unión entre
composición e interpretación en la que este disco procura
basarse.
Grupo Cinco Siglos, notas del libreto de Músicas de la España Mudéjar