Músicas de la España Mudéjar / notas
Grupo Cinco Siglos










MÚSICAS DE LA ESPAÑA MUDÉJAR

así como amando las cosas que nunca vieron...
(Alfonso X, Partidas II, 13, 14)


La presencia del Islam en la Península Ibérica dio lugar a una Edad Media peculiar y única. Los ocho siglos en que España estuvo dividida entre la Cristiandad y el Islam -y los casi dos más en que permitió la presencia de los moriscos en nuestro suelo- fueron sin duda tiempos de enfrentamientos y luchas; pero, paralelamente, discurrió una historia de paz y de fértiles contactos culturales sin la que muchos fenómenos singulares no hubieran existido.

Al principio, son los cristianos quienes han de vivir bajo dominio musulmán. Muchos se convierten al islamismo; son los adoptados (muwalladin) o muladíes. Otros conservarán su antigua religión, si bien, en otros aspectos, son inevitablemente arabizados, sentido de la expresión mustarib, de donde procede nuestro término mozárabe. Con posterioridad, a partir de la Capitulación de Toledo en 1085 y a medida que avanza la reconquista, la dificultad de los reinos del norte para repoblar las zonas que se iban ganando hizo que hubieran de adoptar una decisión de profundas consecuencias para la cultura medieval española: la población andalusí vencida es autorizada a quedarse bajo dominio cristiano, conservando la religión islámica, la lengua árabe y una organización jurídica propia. Son, literalmente, “aquéllos a quienes ha sido permitido quedarse”, significado del árabe mudayyan, del cual deriva la palabra mudéjar.

En un sentido más amplio, los términos mozárabe y mudéjar han venido utilizándose para aludir a realidades producto del proceso de mutua aculturación que surgió de la forzada convivencia entre cristianos y moros. Así, por ejemplo, mozárabe es el canto de los cristianos que viven bajo el Islam y también el dialecto románico salpicado de árabe (y transcrito a veces con caracteres de esa lengua) en que se dio el origen de la literatura española. La palabra mudéjar se usa desde mediados del siglo pasado para designar, en las artes plásticas, al más personal de los estilos peninsulares, ese arte de inspiración musulmana que se desarrolló en la España cristiana durante los siglos XI a XVI. También se habla de mudejarismo para aludir a cualquier fenómeno cultural en que se manifiesta una fusión de elementos cristianos y árabes, muy especialmente en el campo de las costumbres. Américo Castro, Márquez Villanueva, López-Baralt y otros han recogido numerosos ejemplos de esas modificaciones de hábitos subsiguientes al contacto directo y continuado entre etnias.

Como la literatura, la lengua, las artes plásticas, las ciencias y las costumbres, tampoco la música escapó al precitado fenómeno. El lexicógrafo tunecino Ahmad al-Tifasi (1184-1253) dedicó valiosas páginas a la música de al-Andalus. Nos dice que en los tiempos antiguos el canto de los andalusíes se desarrollaba o bien en el estilo de los cristianos o bien en el del rudo canto de los camelleros. Señala que, en esos primeros tiempos, los árabes no tenían ninguna regla musical que justificara sus prácticas. Para remediar este estado de anarquía se hizo venir a músicos del norte de África que dominaban la técnica musical de Medina. Después vendría Ziryab, que aportó innovaciones sorprendentes. La etapa siguiente está enteramente dominada, según nuestro enciclopedista, por la personalidad del zaragozano Ibn Baya (m. en 1139), quien es presentado como el músico que logró combinar el canto de los cristianos con el venido del Mashreq. Al-Tifasi dice concretamente que el gran Imam Ibn Baya mezcló (mazaja) ambas músicas. La afirmación ha sido interpretada por el musicólogo Ch. Poché en el sentido de que Ibn Baya (Avempace) pudo fundar un repertorio sobre la base de estructuras musicales visigóticas o incluso derivadas de un modelo gregoriano. Si no, sería difícil explicar la pervivencia en la música andalusí tradicional de escalas que desdeñan todo uso de intervalos inferiores al semitono y que en este sentido siguen reglas diferentes a las del resto de la música árabe. Este aspecto ya fue destacado en 1863 por F. Salvador-Daniel, quien estimaba que había una analogía sorprendente entre las escalas musicales de pervivencia arábigo-andaluza y las del canto gregoriano. De hecho, en cuanto a su conformación modal, no existen diferencias muy significativas entre las melodías de Alfonso X, por ejemplo, y las de muchas de las más arcaicas piezas de la tradición andalusí. Las analogías podrían no sólo afectar a los modos, sino tal vez también, en opinión de H. H. Touma, a los propios diseños melódicos.

Una prueba más de ciertas estructuras musicales comunes a árabes y cristianos podría ser la siguiente referencia de F. Salinas. En sus Siete Libros sobre la Música, publicado en 1577, explicando el dímetro cataléctico, habla del aire Rey don Alfonso. Dice que su “música y danza eran muy frecuentes (...) entre los moros”. Y añade: “Así se canta en árabe: Calui vi calui   Calui araui. Su música es ésta:...” Fue Carolina Michaellis de Vasconcellos quien en 1915 llamó por primera vez la atención sobre la pieza. La autora hace un rastreo de su popularidad en la época de Gil Vicente y en siglos anteriores y posteriores. En 1922, J. Ribera destaca que el fragmento de Salinas está en inequívoco ritmo quinario, muy abundante, añade, en nuestra música popular. El insigne arabista apunta una posible vinculación entre el título de la pieza y la aún oscura expresión del Arcipreste de Hita (en su famosa enumeración de instrumentos) “cabel el orabín”. También se han referido a esta peculiar danza M. Querol (1948), A. Salazar (1948), J. J. Rey (1978) y R. de Zayas (1981), entre otros. Sesenta y nueve años antes de la publicación de la obra de Salinas, en la Intavolatura de Lauto de J. A. Dalza editada por Petrucci (1508), figura como primera pieza, con el título Caldibi castigliano, un desarrollo de esa misma melodía. J. J. Rey ha escrito que el laudista Dalza “del mismo modo que ha entendido mal el texto, no ha sido capaz de plasmar su ritmo en la tablatura”. Ese ritmo es un ritmo quinario que, al decir del musicólogo madrileño, “da a esta melodía un carácter muy peculiar y, dado el modo como nos ha llegado, puede asegurarse que es una de las melodías de danza más antiguas de nuestro país”. En otro sitio ha escrito que “seguramente Dalza intentó copiar o asimilar un estilo extraño a él, escuchado a algún laudista árabe-hispano...”

La danza hispano-árabe era precisamente uno de los aspectos que más seducía a los cristianos. En su afán de emulación del esplendor de las cortes orientales, algunos dirigentes cristianos tenían esclavas cantoras y bailarinas musulmanas. Por ejemplo, el conde castellano Sancho García, que gobernó entre 995 y 1017, mantenía un grupo de ellas (una sitara) para amenizar sus fiestas. Y eso mismo se hacía habitualmente en la Pamplona del s. XI, según nos cuenta al-Kinani, médico cordobés que se dedicaba a la venta de esclavas músicas. Los textos cristianos relacionan a menudo la danza con una expresión artística natural de los moros. En general, era bastante frecuente, tanto en las cortes de España como en las de Portugal, que los musulmanes aportaran sus danzas en las fiestas populares y callejeras y en los recibimientos oficiales. Las descripciones cristianas de los moriscos coinciden en considerarlos muy amigos del baile al son de instrumentos, pasión que contagiaría a no pocos cristianos. Las más bellas descripciones de esa afición -y de la hibridación entre maneras cristianas y árabes que en ella se va manifestando- son sin duda las relativas al reino de Granada, llegadas hasta nosotros a través de la pluma delicada de G. Pérez de Hita: jóvenes moros que alternan canciones en árabe y en castellano, caballeros cristianos que danzan con damas moras ... Pero esto ocurría también en zonas que llevaban siglos reconquistadas. El viajero checo barón de Rozmithal (s. XV) cuenta que en casa de un conde de Burgos acudieron “hermosas doncellas y señoras ricamente ataviadas a la usanza morisca, las cuales en toda su traza, y en sus comidas y bebidas, siguen dicha usanza. Unas y otras bailaban danzas muy lindas al estilo morisco”.

Las danzas festivas (o zambras, como se les llamaba en el sur), se convertirán en una de las señas de identidad de los moriscos y en una expresión genuina de mudejarismo. No en vano esta “dança morisca... al son de dulçaynas y flautas” (S. de Covarrubias) acaba convirtiéndose en “la mejor danza que por acá tenemos” (F. Gómez de Gómara). La palabra zambra, usada probablemente en castellano desde la Baja Edad Media, parece que tuvo siempre, junto al referido sentido, otros más genéricos. J. Corominas recoge muy acertadamente tres: “orquesta morisca”, “baile de moros” y “fiesta morisca con música y algazara”, a los que podría añadirse el de “el tañido para el baile de la zambra” (Diccionario de autoridades) e incluso, como ha señalado R. de Zayas, el del propio lugar donde se tienen estos regocijos (“¿Fuestes los domingos o fiestas a las tabernas o a las zambras?” -P. de Alcalá-). En el fuerte proceso de aculturación, que se acentúa ya de forma irreversible tras la caída de Granada, las zambras acaban incluso acompañando a las procesiones del Corpus y hasta entrando en la iglesia cuando no había órganos. Un viejo morisco granadino nos cuenta de todo un Arzobispo “que quando en la misa se bolvía al pueblo, en lugar de Dominus boviscum, dezía en Arábigo: y barasicún, y luego respondía la zambra”.

Cuanto acabamos de ver, y especialmente la referencia de Salinas a esa danza común Calvi vi calvi/Rey don Alonso, podría ayudar a responder una pregunta que siempre intrigó a la musicología: ¿cómo pudo ser el trabajo conjunto de los músicos de Alfonso X si cerca de la mitad (trece de veintisiete, a juzgar por los datos referidos a la capilla de su hijo Sancho) eran árabes?. Sería iluso por nuestra parte pretender dar una respuesta científica. Aun suponiendo que fuera posible, ni está en nuestra mano ni lo pretendemos. La reconstrucción instrumental de la citada pieza y del resto del programa musical que presentamos consiste esencialmente en un trabajo de recreación documentada. Toda interpretación de música lo es, pero en mucho mayor grado quizá cuando las piezas existieron por primera vez hace siglos. Nuestras preguntas de partida han sido: ¿cómo pudo ser la música para instrumentos que, junto con la vocal, conformaba el paisaje sonoro de nuestra Edad Media? ¿es posible vincular de alguna manera las esquemáticas melodías conservadas y un estilo que haga justicia a documentos tan elocuentes como los citados? Amando cosas que nunca vimos, nos hemos propuesto trabajar sobre un estilo instrumental en la España Mudéjar. No habiéndose conservado música para instrumentos escrita en la Edad Media española, hemos debido partir de material melódico procedente de piezas vocales. Está comúnmente asumido cierto carácter intercambiable entre materiales vocales e instrumentales en la Edad Media, hecho que también se da, por cierto, en culturas que trabajan hoy día con músicas monódicas. Piezas trovadorescas como la famosa Kalenda Maya o Souvent Soupir pudieron ser en su origen obras instrumentales. También los tenores Chose Tassin y Chose Loyset acaso fueron material melódico de estampidas. Además, si, como parece estar suficientemente demostrado, había un grupo importante de melodías que circulaban en la memoria de los trovadores y éstos las aplicaban a poesías distintas (los famosos contrafacta) sería verosímil que esos aires fueran igualmente materia prima de los trabajos de los músicos de instrumento. La especialista R. Álvarez ha escrito: “Habría que prestar más atención, quizás, al papel de la improvisación en la música instrumental en la Edad Media, porque es posible que los juglares y ministriles recrearan en cada actuación con sus instrumentos un repertorio conocido por todos”. Circunscribiéndonos al ámbito cercano de las cantigas de Alfonso X, hay ejemplos bien conocidos de estas contrahechuras. J. Sage ofrece una lista en la que, desde luego, no faltan algunos casos discutibles. Es ésta: la cantiga 216 usa una melodía del trovero G. de Dargies, la 380 y la 340 usan melodías de Cadenet, la 202 de un autor anónimo, la 100 recuerda (!) a la melodía del anónimo Lamento di Tristano y la 29 a una de J. de Garlandia; otras (49, 97, 152, 244 , 290 y 316) pueden remitir a piezas de la Escuela de Notre Dame. I. Fernández de la Cuesta, a pesar de defender la originalidad melódica del repertorio, da también algunos ejemplos más: la cuarta frase melódica de la cantiga Prólogo coincide con otra de Berenguer de Palau y la 73 tiene una indudable relación con la primera de Martín Códax. En la 347 (y no es el único ejemplo) puede leerse: “de que fiz cantiga nova con son meu, ca non alleo”. Es decir, el rey o el trovador quiere dejar claro que en ese caso tanto la letra como la música le pertenecen.

Investigar y experimentar. La materia prima que elaboramos procede de códices cristianos que nos transmiten bellas pero desnudas melodías de Alfonso X, Teobaldo de Navarra, Guiraut d'Espanha y otros. Juntamente, hemos trabajado sobre el legado que devotamente mantienen los andalusíes, procurando acercar, de nuevo, ambas músicas, buscando que mutuamente se aporten sus bellezas. Que recobren los aires cristianos algo del color y la tibieza de lo vivo... que abandonen un momento la rigidez del pergamino. En contrapartida, ellos pueden contagiar su noble pátina antigua a unos sones de la tradición que acaso surgieron juntos.



LOS INSTRUMENTOS

El laúd morisco

“¡Qué hermoso es el laúd, qué bella su forma!
Oyendo su preludio me conmuevo,
por él se debe toda tarea abandonar
(...).
Oye a quien sólo dice la verdad
(...);
amar recomienda, aunque él no ame,
y nostalgia recuerda sin él amar.
(...)
fino es su cuello, lleno su vientre,
y su voz no es la del adulto:
niño es, y cuanto hace agrada”.

Estos versos de Ibn Quzmán contienen algunas de las más bellas palabras dedicadas al laúd. Con otras más prosaicas podríamos definirlo como un cordófono punteado provisto de resonador, con espalda abombada y mango. El término laúd procede del árabe ‘ud (‘madera’) con el artículo al aglutinado. Este sintagma fue calcado en castellano mediante el vocablo alaút, documentado en la literatura medieval.

El laúd árabe, instrumento de remotos orígenes, llegó probablemente a la península desde los primeros tiempos de la invasión. Su más antigua representación en suelo andalusí data del año 968; está labrada en un bote de marfil procedente de Córdoba. De fecha anterior (962), y a pesar de que su morfología puede hacernos albergar algunas dudas, son los laúdes andalusíes del Beato que para el monasterio de San Miguel de la Escalada iluminó Magio, primero en convertir a los ancianos del Apocalipsis en músicos islámicos tañendo el ‘ud y sentados al modo árabe. Del siglo XI es la representación labrada en una pila de abluciones conservada en Játiva. En al-Andalus se dieron algunas significativas transformaciones del instrumento. Por ejemplo, la sustitución de las bocas de la tapa por decorativos rosetones, préstamo éste tal vez tomado de la arquitectura gótica, y quizás también el añadido del quinto orden de cuerdas (quinta cuerda doble), que se atribuye a Ziryab (s. IX). Es probable que convivieran los ejemplares de cinco y cuatro órdenes; al-Tifasi, por ejemplo, sólo parece conocer este último modelo. También se atribuyen a Ziryab otras modificaciones: un aligeramiento general del instrumento, mejora en la calidad de las cuerdas y sustitución de los plectros de madera por otros más flexibles.

En la incorporación del laúd al instrumentario cristiano es muy posible que tuviera especial protagonismo el ambiente cultural de las cortes de Alfonso X, en algunos de cuyos códices están representados bellos ejemplares. La primera mención literaria castellana se encuentra en La doncella Teodor (c. 1250): “Aprendí tañer laúd y cannon y las treinta y tres trovas”. En el Poema de Alfonso XI (1328) se adjudica a nuestro instrumento el adjetivo “halagüeño” (“estrumento falaguero”). De 1330 es la cita del Arcipreste de Hita que le atribuye el tocar la trisca: “el corpudo alaud que tien punto a la trisca”. Corominas ha destacado cómo la palabra trisca puede tener el sentido de ‘danza’ (sería la homónima castellana de la francesa tresche y la occitana tresca) en estos versos del Libro de Alexandre:

“tiempo dolce e sabroso...
entran en flor las miesses ca son ya espigadas,
fazen las dueñas triscas en camisas delgadas”.

Es sorprendente comprobar el peso de la tradición en el mantenimiento de las características organológicas del laúd, emblema de la música árabe. Un manuscrito persa del s. XIV (Tesoro de Rarezas) contiene un capítulo dedicado a la construcción y diseño de instrumentos musicales. Incluye descripciones de sus proporciones y dimensiones, los materiales usados, los procedimientos seguidos para tratar las maderas y construir las cuerdas. En el caso del laúd se refiere que la madera debe ser de mediana consistencia, siendo la mejor la de abeto o pino. Las dimensiones del instrumento, casi literalmente tomadas de al-Kindi (s. XI), son muy similares a las de los laúdes árabes actuales.

Isma‘il ibn Bard (s. X) escribió estos versos cuando le regalaron un antiguo laúd:

“Fuiste muy generoso al mandarme un laúd
que era de la familia de al-Walid.
Generación tras generación lo remendaron las manos.
Es para mí como un laúd de mosaicos.
Las arañas tejieron sobre él porque lo creían vestigio
de un edificio en ruinas”.

Y añade esta hermosa frase que ahora, a finales del s. XX, cobra aún más emocionantes resonancias:

“Este laúd es como líneas borradas,
como el resto de tinta de una preciosa caligrafía”.



La guitarra morisca

Según Corominas, nuestra palabra procede del árabe kitara, que a su vez la tomó del griego kithara. En árabe hallamos kaitara en fuentes hispanas de los ss. XI y XIII. Una de las primeras menciones del instrumento en la literatura castellana puede ser la del Libro de Aleixandre, sobre todo si se aceptan las modernas dataciones de la composición de la obra en pleno s. XII: “guitarra e viola que las coytas enbota”. En el Poema de Alfonso XI (1328) leemos: “la guitarra serranista / estromento con razón”. Luego están las sabrosas y complicadas referencias del Arcipreste de Hita (1330):

“allí sale gritando la guitarra morisca
de las vozes aguda e de los puntos arisca
(...)
la guitarra latina con estos se aprisca”.

Hablando de los instrumentos no adecuados a los “cantares de arábigo” escribe: “sinfonía, guitarra non son de aqueste marco”. Empezando por el final, nos choca leer que la guitarra no es adecuada al estilo arábigo cuando existe un tipo llamado precisamente morisca o serranista. Es éste un hecho constatado no sólo en la literatura sino también en fuentes documentales, incluso de fuera de la Península. Quizá podría pensarse que la expresión guitarra sin calificativos se refiere, en el verso del Arcipreste, a la guitarra latina, la cual habría de tener características esenciales (¿afinación?, ¿técnica de toque?, ¿existencia de trastes?...) que la hacían poco adecuada para el estilo arábigo. Imposible saber con seguridad cuál o cuáles eran esos rasgos distintivos: como tantas veces, disponemos de un puñado de nombres, otro de imágenes y muchas falsas pistas para la confusión. Tampoco tenemos claras las diferencias con la viuela de péñola que también cita el Arcipreste. J. Ballester llama guitarra morisca a un prototipo que aparece con frecuencia (31.2 %) en los retablos catalano-aragoneses. Se trata de una especie de laúd de un tamaño muy pequeño. Calculando por encima a partir de las proporciones de las figuras humanas que lo tañen, podríamos hablar de anchuras de caja en torno a los 20 cms. y de una longitud total no muy superior a 50. Como ha señalado J. J. Rey, se trata muy probablemente del instrumento que describe Tinctoris (1476), llamándolo ghiterra o ghiterna y atribuyendo su invención (acaso hay que entender su uso) a los catalanes. Este prototipo tiene antecedentes en la iconografía más antigua: por ejemplo, los dos instrumentos representados en la miniatura de la cantiga 90 (códice b I 2). Rey se inclina a pensar que éstos fueran bandurrias, quizás llamados guitarras en otras zonas. Coincide en esto con R. Álvarez, quien opina que este laúd corto era denominado en el XIV, indistintamente, guitarra, mandurria o vandurria. Fernández Manzano se ha referido al nacimiento en la península de esta guitarra morisca como ejemplo del mudejarismo organológico que se operó en nuestro suelo. Respecto a los modelos punteados con caja en forma de ocho todo hace pensar, señala Rey, que no se llamaban en la Edad Media normalmente guitarras sino vihuelas de péñola (‘plectro’, ‘pluma’). Así pues, podría aventurarse que el término guitarra aludiría a varias tipologías de instrumentos de caja ovalada y fondo abombado mientras que el término viuela se referiría más bien a los ejemplares con caja en forma de ocho y fondo plano. Volvamos a las frases del Arcipreste. “De las bozes aguda” parece apuntar de forma clara a un instrumento de tamaño pequeño. El considerar a la guitarra morisca poco amiga de los puntos, de las notas (“de los puntos arisca”) podría aludir al hecho de no tener trastes, lo que sería quizás uno de esos elementos diferenciadores de que hablábamos antes. Nosotros añadimos a todas estas hipótesis una más; en este caso, la hipótesis de un sonido, de un timbre. Hemos realizado un diseño experimental cruzando las apariencias externas de las imágenes con un instrumento de Arabia Saudí, el antiquísimo qambus, emparentado posiblemente con algunos de los cordófonos que aparecen en miniaturas de las Cantigas.


El rabel

Al parecer, durante la Edad Media se tocaron dos modelos bien distintos de rabel. Siguiendo la terminología de la época, calificaremos a uno con el adjetivo morisco y llamaremos al otro simplemente rabel. El primero es el rebab árabe, cuyo uso agoniza hoy día en la música andalusí. Se trata de un singular cordófono, constituido por un solo bloque de madera excavada, que se estrecha gradualmente hacia el clavijero. En éste, que está inclinado hacia atrás, se albergan las clavijas correspondientes a las dos únicas cuerdas gruesas de que consta el instrumento. La solidez con la que, al menos en tiempos recientes, se construye lo haría poco sonoro si no fuera porque la tapa armónica (que abarca todo el instrumento) abandona la madera por la piel en el tramo final del mismo, donde se encuentra el puente. Más aún si cabe que en el caso del laúd, sorprende la fuerte similitud entre los modelos que se tañen todavía hoy y los que muestra la iconografía medieval. En las miniaturas de las Cantigas, por ejemplo, encontramos tres: dos en la miniatura de la Cantiga 110 (códice b I 2) y otro más (en conjunto con laúd, canon y percusión) en la de la Cantiga 100 (códice T I 1). Hay también muy bellos ejemplares en pinturas catalano-aragonesas, francesas, etc. En algunas parecen verse rosetones calados en una posición muy alta, es decir, muy cerca del clavijero. Esto podría ser indicio de que el instrumento se tocaba como hoy día, es decir, con las cuerdas muy separadas del mástil y sin llegar a tocar éste al ser pisadas. Este hecho, unido al uso de pesados arcos muy cortos y al gran grosor de las cuerdas en relación a su longitud, determina un estilo de toque peculiar que, en las orquestas andalusíes tradicionales, da al rebab una función a la vez rítmica y melódica. Los árabes parecen haber conocido el instrumento desde época preislámica, pero hay dudas sobre si era un cordófono frotado o punteado. La primera prueba incontestable de un rebab con arco está en al-Farabi, en el s. X, época en que, como ha señalado P. Bec, se produce la entrada del arco en Europa. Éste es, con toda probabilidad, el instrumento que hace sonar el Arcipreste en el verso “medio caño e harpa con el rrabé morisco”, bien distinto sin duda, por su forma y sonido, a ese otro “rabé gritador” que deja oír “su alta nota” unos versos más abajo. Es curioso cómo el rabel europeo sí tiene como constante su sonido agudo. Todavía Covarrubias dice que se trata de un instrumento “de tres cuerdas y de voces muy subidas”. Pero, a pesar de estas diferencias, está demostrado que el rabel europeo es heredero del rebab árabe no sólo en el nombre, sino también en algunas de sus características organológicas. El rabel se tocaba tanto a la manera oriental (sobre el muslo) como a la occidental (sobre la clavícula). Ésta última la podemos ver, por ejemplo, en un ejemplar procedente de Santiago de Compostela.


El canon

Canon (Poema de Alfonso XI), cannon (La doncella Teodor), caño, canno (Libro de Buen Amor) son versiones castellanas medievales de la voz árabe qanun, procedente a su vez del griego kanón (lat. canon). Se refieren a un instrumento oriundo de Egipto, de cuerda pulsada (mediante dos púas colocadoas en los índices con anillos), forma trapezoide asimétrica y que se toca apoyado sobre los muslos del ejecutante sentado. Suele tener muchos órdenes de cuerdas triples (no menos de 25). Según Ibn Khallikan (s. XIII) su invención se debió a al-Farabi (s. X), sin embargo éste no lo cita, al menos con ese nombre. En al-Andalus Ibn Hazm se refiere al qanun como al rey de los instrumentos y al-Saqundi (s. XIII) lo nombra entre los que exporta Sevilla.

Gil de Zamora (1230) lo menciona como recien llegado a nuestro país, lo cual sorprende, ya que desde mediados del XII está esculpido en la puerta principal de Santo Domingo de Soria. R. Álvarez da una larga lista de testimonios iconográficos de nuestro instrumento durante los ss. XII y XIII. La citada especialista (y no sólo ella) piensa que existía un modo oriental y otro occidental de tañer el canon. El primero, sobre las piernas de forma horizontal y el segundo verticalmente contra el pecho, como se ve, por ejemplo, en las miniaturas de las cantigas. Sin pretender demostrar que no existió ese uso vertical, nosotros pensamos que puede tratarse, como tantas veces, de un error de interpretación iconográfica. En el caso de las miniaturas alfonsíes parece no albergar dudas nuestra hipótesis: todos los objetos de estructura similar a la del que nos ocupa que, por su naturaleza, deben adoptar una posición horizontal (una sábana en la que duerme un niño, un tablero de ajedrez, etc) aparecen representados de forma vertical. Pensamos que se trata de un problema de plasmación de la perspectiva, que luego acaba por convertirse en tópico iconográfico. Puede haber también otras razones. En un manuscrito egipcio del s. XIV (La Revelación de las Aflicciones) vemos una miniatura en la que hay un tocador de qanun sentado con el instrumento sostenido de forma vertical contra el pecho. Su mano derecha se apoya en las cuerdas mientras que la izquierda está recogida sobre las clavijas. G. D. Sawa ha demostrado que, aunque algunos se han apoyado en la imagen para corroborar la existencia de esa forma de toque, el propio texto del manuscrito parece contradecirla, al hablar, por ejemplo, de la gran agilidad en el movimiento de ambas manos en que consiste esencialmente el arte del tañedor. También dice el texto -y esto es interesante porque se mantiene en los músicos de qanun actuales- que el músico no debe parar de tocar aunque descubra que el instrumento se ha desafinado; en ese caso ha de seguir tañendo con la derecha y rectificar sobre la marcha la afinación con la mano izquierda, cosa que no parece posible con la posición vertical. Sawa recuerda que un instrumento puede ser mostrado en al menos cuatro posiciones: tocándose, en disposición de tocar pero sin hacerlo, en posición de afinarlo y en actitud de ser mostrado. Con gran sentido común, el articulista añade que cuando él explica el instrumento ante el público lo suele colocar de forma vertical y, agarrándolo por la línea oblicua de las clavijas, pulsa unas pocas cuerdas con la mano derecha. Es la forma de mostrar el instrumento, de que se vea. A los argumentos de Sawa cabría añadir uno que quizá hubiera ahorrado todos los demás: la alfombra sobre la que está sentado nuestro músico también es mostrada en una imposible posición vertical. Es lo mismo que ocurre con todos los instrumentos de las miniaturas alfonsíes.


La viola

La viola es probablemente el más prestigioso de los instrumentos medievales. Tanto que incluso se había creado una palabra para designar la acción de tañerlo: el verbo violar, análogo al provenzal antiguo viular. Corominas opina que el origen de las palabras vihuela y viola es incierto, “quizá onomatopéyico”. Aventura que es probable que en todas partes se tomara del occitano antiguo viula (a veces viola) derivado de viular (‘tocar la vihuela e instrumentos de viento’), cuyo valor imitativo es claro. P. Bec, en un interesante y extenso trabajo, ha atacado esta hipótesis por no contemplar el hecho de que originariamente todos los términos romances se refieren tanto a ejemplares pulsados como frotados. Bec sostiene que todas las palabras europeas que designan el instrumento proceden de dos únicas bases: una germánica, *FIDULA (de origen latino), y otra románica, *VIOLA. La primera de esas bases (*FIDULA) la explica como un derivado de fides (‘cuerdas’) en cuya formación ha podido influir la analogía con fistula. La posible base románica *VIOLA sigue oscura.

Las más antiguas referencias literarias en castellano son las del Libro de Apolonio:

“Tenpró bien la vihuela en hun son natural,
(...)
començó una laude, omne non vio atal,
Fazia fermosos sones e fermosas debayladas;
Quedaua a sabiendas la boz a las vegadas,
Fazia a la viuela dezir puntos ortados;
semeiavan que eran palabras afirmadas.
Los altos e los baxos todos dellas dizian
(...),
fazia otros depuertos que mucho mas valien”.

El texto es hermoso porque deja entrever una técnica instrumental refinada y llena de matices que tiene a la voz humana como ideal expresivo. Muy interesante es también este fragmento:

“fue trayendo el arco egual e muy parejo;
fue levantando unos tan dulçes sones,
doblas e debailadas, temblantes semitones...”

El sentido completo de la terminología probablemente se nos escapa: debayladas (Menéndez Pidal le da el sentido de “codas cadenciales”), depuertos, doblas ... pero subsiste la idea de un estilo complejo, sutil. Existe igualmente una preocupación por la calidad del instrumento (“priso huna viola buena e bien tenprada”). En el Libro de Buen Amor hay unos versos que parecen copiados de los referidos más arriba:

“La vihuela de arco faze dulces devayladas,
Adormiendo a las vezes, muy alta a las vegadas,
vozes dulces, sabrosas, claras e bien puntadas,
a las gentes alegra, todas tiene pagadas”.

Esta capacidad de la viola para alegrar a los oyentes es una constante en toda la literatura europea. Es también habitual la alusión a la dulzura de su sonido. Bec opina que se detecta en los textos una oposición dialéctica viola/rabel, que atribuye a la primera cualidades como la nobleza, la dulzura y la dificultad de toque y al segundo las características contrarias: popular, duro y sencillo.

La iconografía, tanto española como europea, presenta dos fundamentales tipologías: una de caja oval (tipo al que pertenecen, por ejemplo, todas las representadas en las miniaturas alfonsíes) y otra de caja en forma de ocho, como las que se ven, por ejemplo, en los pórticos gallegos.

Muchas imágenes muestran un bordón lateral que sale por fuera del mástil y cuya altura, opina P. Bec, podría ser manipulada por la presión del pulgar de la mano izquierda. Pero también es posible, como ha apuntado R. Álvarez, que esa cuerda fuera punteada por ése u otros dedos. El violista del GRUPO ha experimentado en una de las piezas sobre una especie de autoacompañamiento de ese tipo que hace recordar el origen común de todos los cordófonos.


La flauta

“El uso de las flautas (...) parece averse inventado en los campos, se truxo al poblado y usavan dellas en diversas ocasiones los gentiles”. Esta bella frase de Covarrubias resume en su sencillez lo que a la postre podemos saber de este grupo de instrumentos cuya antigüedad puede medirse en decenas de milenios. El número de flautas medievales conservadas hoy es considerablemente alto: F. Crane da una lista de casi 150 de las de silbato o bisel, que son sin duda la inmensa mayoría. Este primer grupo podría subdividirse en dos si atendemos a esa convención que reserva el nombre de flauta dulce sólo para los ejemplares de siete (u ocho, si el inferior está duplicado) agujeros delanteros y uno trasero para el pulgar. Los instrumentos de menor número de orificios son sin duda mayoría. Predominan los tallados a cuchillo en los huesos más propicios de animales. Aunque en menor número, también se conservan flautas de madera. Del s. XI data, por ejemplo, una de dos agujeros encontrada en Polonia y del s. XIV las de dos más uno (pulgar) de Serris y Sharlaken, entre otras. Éstos son probablemente los tipos aludidos en los famosos versos del Arcipreste (“la flauta diz con ellos mas alta que un risco / con ella el tanborete, sin el non vale un prisco”). Pero también han llegado hasta nosotros instrumentos de más agujeros, como la flauta de seis más uno de Charavines (Isère), considerada del s. XI. Hay también ejemplares tallados en cuernos y otros de cerámica. Estos últimos se relacionan con los imitadores de pájaros o ruiseñores, que también se han hallado con diversas variantes en el espacio geográfico de lo que fue al-Andalus.

Flautas dulces hemos conservado tres: dos de ellas, las encontradas en Holanda (ss. XIII o XIV) y Alemania (s. XIV), son muy parecidas. Han sido estudiadas por R. Weber. Morfológicamente, el aspecto más curioso estaría en la posible cerrazón -total o parcial- de la campana del instrumento similar a la que, aprovechando el propio material vegetal de un nudo de la caña, se produce en ciertas flautillas norteafricanas. Weber escribe: “Conviene no olvidar que el instrumento de Dordrecht, por el diseño de su bisel y su estrecho taladro, recuerda con fuerza a los modelos orientales. Casi parece una copia en madera de una flauta de caña, realizada así al faltar ese material en estas latitudes”. El tercer ejemplar (s. XIV) ha sido encontrado en Gotinga. H. Reiner ha hecho una reconstrucción cuyo sonido define como potente y con algunos ruidos. Si difícil es la identificación de aerófonos en la iconografía más aún lo es el poder precisar el número de agujeros. De todas formas (y es tesis recientemente formulada por A. Rowland-Jones) parece que las representaciones evidencian que el nacimiento de la flauta dulce pudo haberse dado en España.

Respecto a los modelos sin bisel diremos, siguiendo a Homo-Lechner, que se conservan tres Flautas de Pan (ss. X, XI y XIII). No han llegado hasta nosotros -o no han sido clasificadas como tales- flautas traveseras medievales, lo cual no deja de ser extraño porque este instrumento está muy regularmente representado en la iconografía desde la más remota antigüedad y parece estar demostrado que entró en Europa, procedente de Bizancio, en el siglo XII. Al siguiente lo encontramos ya en Castilla, como prueba esta bella miniatura de las Cantigas.

Por último, hay varios tubos con agujeros que no tienen boquilla y que no se sabe cómo clasificar. Quizá no sería descabellado aventurar que pudiera tratarse de flautas del tipo del nay árabe. En efecto, contra lo que a menudo suele pensarse, es muy posible que en nuestro suelo sonaran durante la Edad Media también flautas distintas a las que hemos venido describiendo aquí. Pueden ser las aludidas, en literatura y documentos, bajo el nombre de ajabeba (o ajabera, ayabeba, caxabeba, exababa, exabeba, etc). Este instrumento ha sido considerado casi sin excepción como una flauta travesera, en un error que arranca posiblemente de los trabajos de J. M. Lamaña y en el que seguramente también habrá influido la comodidad mental de asignar a los dos instrumentos tan conocidos después (la flauta dulce y la travesera) la pareja terminológica flauta y ajabeba. Sin embargo, los datos parecen apuntar a que la ajabeba era una flauta del tipo de los actuales nay (árabe, persa y turco), qasba del Magreb... y, lógicamente, del tipo de los que hoy se siguen llamando sabbaba en la música de los drusos y en la kurda, por ejemplo. Es decir, que se trataba de una caña (y no de un tubo torneado como sostiene Álvarez) con un cierto número de agujeros y abierta por los dos extremos, uno de los cuales, algo afilado, se utilizaba como embocadura soplando de forma oblicua.


La cítola

La cítola es uno de los instrumentos medievales cuya morfología esencial está hoy más clara. Así piensa, al menos, J. J. Rey quien ha escrito interesantes páginas sobre el tema. El principal punto fuerte de su argumentación se apoya en una feliz casualidad que nos permite casar un documento iconográfico con otro literario. Este último esta sacado de la Vida de San Millán de la Cogolla (c. 1234) de Berceo: “Auia otra costumbre el pastor que uos digo:
por uso una çítola traya siempre consigo”. Pocos años después un anónimo pintor quiso plasmar en un retablo la vida de San Millán, siguiendo paso a paso la narración de Berceo, de modo que actualmente podemos ver (en el Museo de Bellas Artes de Logroño) lo que era una cítola para un contemporáneo.

En Inglaterra se ha conservado una cítola a la que en el s. XVI se le colocó una tapa de viola. Se trata de un bellísimo ejemplar construido hacia 1340. El luthier C. Gonzales, apoyándose en la riqueza decorativa y de materiales, lo considera un instrumento cortesano. Ciertos desgastes y marcas muestran que fue tocado de forma intensiva y varios detalles de su construcción (ligereza, ausencia de decoración en determinados puntos...) manifiestan una voluntad de búsqueda sonora.


La pandereta

La voz pandereta es más moderna que la de panderete y no empezó a generalizarse hasta el s. XVIII. El sufijo -ete es de procedencia mozárabe. En el Libro de Buen Amor leemos: “Dulce caño entero sal con el panderete / con sonajas de açofar façen dulçe sonete”. J. Blades ha escrito que los instrumentos más usados en la Edad Media (a juzgar por la iconografía) eran muy similares a los usados hoy día en muchos folklores, pero sobre todo dice que guardan una fuerte similitud con los que eran habituales en Turquía durante el pasado siglo. La versatilidad tímbrica que produce el contar con los dos elementos básicos de la conformación del instrumento, la piel y las sonajas de latón, ha sido explotada desde antiguo en el mundo árabe: tar, riq, etc. El vocablo tarr aparece en el Vocabulista arábigo en letra castellana (1505) de P. de Alcalá con el significado de ‘pandero’.


La darabuka

La darabuka es un tipo de tambor de cuerpo tubular característico del mundo islámico. Su forma oscila entre la de un reloj de arena y la de una copa o cáliz y también los hay de variados tamaños. Su origen puede remontarse a las civilizaciones de Babilonia y Sumeria (3000-500 a. de C.). Las representaciones medievales no abundan. En la iconografía cristiana son éstas: Beatos de Valladolid y Seo de Urgel (s. X), Beato de Fernando I (s. XI) y Cantigas de Santa María (s. XIII). Tampoco se sabe a ciencia cierta con qué nombre se le designaba en la literatura hispana. Pensamos que este tipo de tambor estaría dentro de lo designado por alguna de estas palabras: atamor, atambor, atabal, tamboret, tamborino o tamborete (Menéndez Pidal parece dar por hecho que se trataba de ésta última). Sin embargo, su uso en nuestro suelo está fuera de toda duda al haberse encontrado ejemplares en tres (quizá cuatro) yacimientos arqueológicos. Todos son de pequeño tamaño. El primero, que puede ser del s. X, se encontró en 1973 entre los restos de una nave islámica hundida cerca de Cannes (Batéguier). El barco, procedente al parecer de Almería, transportaba un cargamento de cerámica para abastecer los enclaves musulmanes de esa zona. El segundo ejemplar se encontró, junto a fragmentos de otros dos más, en el fondo de un pozo de Benetússer (Valencia). Puede ser de época califal (960-1030) o ligeramente posterior. En 1985 aparece el tercer ejemplar en el yacimiento granadino conocido como “El Castillejo de los Guájares”. Este tambor, que puede ser del s. XIV o quizás anterior, es muy interesante, ya que sus dimensiones y forma son parecidas a las que pueden verse en la miniatura de la Cantiga 300 (Códice b I 2). Como ha señalado M. Cortés, ambos instrumentos son a su vez muy similares a tambores en uso hoy en Iraq. El posible cuarto ejemplar, encontrado en Málaga, aún no está datado.



EL PROGRAMA Y SU INTERPRETACIÓN

Está comunmente aceptado que la música instrumental de la Edad Media se apoyaba más en el arte de la interpretación que en el de la composición. La melodía que nos proporcionan los manuscritos es sólo un pretexto para empezar a trabajar. Su lectura -que en músicas posteriores puede llegar a ser un buen porcentaje del proceso- será tan sólo el comienzo de un largo ejercicio de experimentación y de investigación práctica. La música, por suerte o por desgracia, no puede ser arqueología. Como las reconstrucciones en arquitectura o escultura son irreversibles, hemos debido acostumbrarnos a disfrutar de estatuas mutiladas, pórticos que han perdido la policromía y edificios en ruinas. Al haber querido nuestra cultura que la historia prime sobre el arte, seguramente tendría pocos partidarios la idea de pintar con los vivos colores originales las figuras que esculpió el maestro Mateo para el Pórtico de la Gloria. Pero la música está hecha de otra pasta. O suena o no existe. Y para que suene ha de estar restaurada de arriba a abajo. Cada interpretación debe ser completada en todos sus detalles tímbricos, rítmicos, de textura... Los vestigios de la música medieval son códices con notación musical, fragmentos de instrumentos y documentos (tratados, textos e iconografía). La interpretación de un determinado momento (en un disco o en un concierto) afortunadamente no los anula... Quedan intactos para acercamientos ulteriores. Pero la autocensura, la autolimitación es perniciosa porque la música no se oye como arqueología. A la escultura vemos claramente que le falta un brazo; a una música, desde el momento que está sonando, no le falta nada: los ingredientes que no estén causarán una impresión de pobreza, no de fragmentariedad. Sin olvidar que hacemos música medieval, hemos procurado recordar a cada paso que hacemos música.

Dejando a un lado el aspecto organológico, ya tratado en el apartado anterior, éstas son algunas de las claves de nuestro trabajo:


Revisión de la transcripción

Al tratarse de monodía este aspecto afectará a la altura de las notas y a su duración. Aquélla no suele revestir problemas. Ésta, es decir, la métrica, dista mucho de estar resuelta. Trabajamos normalmente con reproducciones facsímiles y con las transcripciones más reputadas de cada repertorio. En el caso del presente registro se han utilizado fundamentalmente las de H. Anglés. Para Alfonso X nos hemos servido igualmente -en la danza sobre la cantiga Prólogo- de una interesante transcripción en ritmo quinario realizada por el musicólogo J. J. Rey hace diez años. En los demás casos las modificaciones han sido de variada magnitud. Muy pocas se hicieron con carácter previo al trabajo de investigación interpretativa. La mayoría fueron surgiendo durante -y como resultado de- ese trabajo. Casi todas responden a la adaptación de la melodía a lo que podríamos llamar “lógica del instrumento” y a la interacción con otros elementos de la interpretación (la percusión, por ejemplo). Para la danza instrumental sobre Calbi arabi hemos debido elaborar una melodía a partir de las diez notas reflejadas en su libro por Salinas. Hemos añadido diecinueve más, inspirándonos en danzas de la tradición andalusí y en la obra de J. A. Dalza Caldibi Castigliano citada más arriba. A este respecto conviene señalar que Dalza trabaja fundamentalmente sobre esas diez primeras notas lo que puede llevar a pensar que se trataba de lo más característico de esta pieza.

El ritmo

El ritmo -no confundir con la métrica o duración de las notas- es un aspecto fundamental en la interpretación de la monodía. Nos lo muestran no sólo las tradiciones vivas de intrepretación monódica sino la propia abundancia y variedad de instrumentos de percusión que nos transmiten los textos y la iconografía. Hay que recordar, no obstante, que el ritmo no es asunto sólo de los instrumentos de percusión. También el ‘ud y el rebab tenían muy probablemente la función de marcar el ritmo. En la música andalusí la enseñanza se basa (y se basaba) muy especialmente en el aprendizaje de las estructuras rítmicas fundamentales y su vinculación con la métrica de los textos del repertorio. El alumno aprende a marcar con la mano los esquemas básicos de las distintas fórmulas rítmicas a la vez que recita o entona los textos. La existencia -documentada por los textos- de especialistas en instrumentos de percusión desde época antigua, la abundacia de instrumentos de percusión agudos, poco propicios en principio a un papel de refuerzo, y la profusión desde antiguo de la pandereta -o tar-, instrumento que ha destacado siempre por una versatilidad grande, hacen poco creíble que el papel de los instrumentos de percusión consistiera sólo en un mecánico subrayar los acentos fundamentales ya insinuados por la melodía. El ritmo en la monodía puede llegar a convertirse -como ocurre con los acordes en la música con textura armónica- en un soporte capaz de cambiar la agógica fundamental de una melodía, su carácter básico. El ritmo, entendido como “armonía de la monodía” (F. Salvador-Daniel), como un verdadero acompañamiento musical (y no sólo gestual) se convierte en una herramienta fértil para el músico medievalista. Salvo en los preludios libres, el ritmo debe subyacer siempre proporcianando el lecho adecuado para que la melodía respire. Es, desde luego, el elemento fundamental en que se apoyan nuestras interpretaciones.

Además de su función de sostén armónico de las piezas, el ritmo puede tener un importante papel en la variación, ingrediente altamente deseable para proporcionar aliento, variedad y longitud a melodías en principio cortas y también para dar pie a la improvisación de postludios. La variación rítmica, bien documentada en músicas monódicas tradicionales y en algunas danzas medievales, ha sido experimentada en diversas piezas del disco.


La heterofonía

La heterofonía es la unión de las varias visiones individuales de una melodía. El esquema melódico es una idea común a todos los intérpretes, pero su realización es distinta desde el comienzo y ello en buena parte debido a las posibilidades técnicas de cada instrumento. Éste se vuelve protagonista y su técnica interactúa con el estilo de variadas formas. Los instrumentos de cuerda pulsada, por ejemplo, entienden y expresan la melodía de forma distinta a los de cuerda frotada o viento; pero también se dan en las músicas heterofónicas efectos de imitación entre diferentes instrumentos: una viola que rebate notas a la manera de un laúd, etc. B. Mazzouzi ha hablado incluso, en el campo de la música andalusí, del estilo de determinados músicos de un instrumento cuya técnica se construye a veces sobre la base de la imitación de otro muy distinto.

En las músicas de la tradición oral, como en buena parte lo fue probablemente la monodía instrumental de la Edad Media, se da a menudo un fenómeno singular. Determinadas ornamentaciones pasan de maestro a alumno y llega el momento en que el arabesco incidental pasa a formar parte del esquema, que poco a poco se va oscureciendo. Dichas transformaciones hacen que el repertorio se mantenga y viva.


Preludios, Interludios y Postludios

El preludio es una presentación del modo de la obra a la que precede. No parece haber más reglas. Puede ser de ritmo libre o medido, complejo o simple, largo o corto, usar motivos de la pieza o bien -y esto parece más deseable y habitual en las monodías cultas actuales- seguir otros derroteros atendiendo a las notas características del modo y a sus enlaces habituales.

La presencia de postludios tanto en la música vocal como en la instrumental es mencionada por Grocheo. Construido de manera similar al preludio, el postludio debe lógicamente enfatizar la nota final del modo y tener un carácter intensificador del afecto de la pieza, por lo que es habitual que sea ritmado.

El interludio es un elemento de amplificación estructural de la pieza que conecta, al igual que los dos anteriores, con el mundo de la improvisación más o menos preparada, y, por extensión, con la propia génesis de la música instrumental de la Edad Media. E. Jammers, K. Zuckerman y otros han estudiado cómo algunas estampidas de la serie italiana consisten en ornamentaciones sucesivas de una melodía base relativamente simple. Dichos desarrollos pudieron tener su origen en interludios semiimprovisados. Por otra parte, parece hallarse una génesis de este tipo en la propia acumulación de estrofas o puncta en que consiste cualquiera de las danzas instrumentales conservadas (estampidas, trotti, saltarelli, ductiae, etc). En todas estas piezas hay un hecho que llama la atención. El primero de los puncta tiene un grado de cohesión entre la cabeza y los remates que culminan con las frases abierta (no conclusiva) y cerrada (conclusiva) mayor que los puncta subsiguientes. Esto muestra que fue compuesto en primer lugar y que los demás son creaciones nuevas y variadas (en unos pocos casos, desarrollos) con el pie forzado de haber de llevar esos remates. De nuevo aparece la hipótesis de génesis muy vinculadas a una práctica relacionada con la interpretación. Y una deseable unión entre composición e interpretación en la que este disco procura basarse.

Grupo Cinco Siglos, notas del libreto de Músicas de la España Mudéjar