MEC 1009 CD
1990
LP: 1972
EL CANTO MOZÁRABE
El contenido del presente disco resultará, sin duda,
extraño y un tanto enigmático para el oído de
muchos. Letra y música suenan a lejanas edades y difieren no
poco de los géneros y gustos más recientes.
Esta sencilla monodía nos trae el mensaje lejano de muchas
generaciones que expresaban sus más íntimos y nobles
sentimientos con textos y cantos cuyo eco nunca se extinguió del
todo en el solar hispano, a diferencia de lo que sucedería con
la canción profana, totalmente hundida en la vorágine de
los tiempos. ¿Cómo cantaban antes del siglo x
españoles, francos, italianos y germanos? Para dar alguna
respuesta, aunque no del todo satisfactoria, hay que entrar en las
catedrales y abadías, y en sus vetustos archivos abrir los pocos
libros en vitela allí atesorados y no siempre bien estudiados.
Hay que poseer también sólida formación
paleográfica, sin la cual la letra dirá poco y menos
aún los neumas musicales, de endiablada criptografía.
El hombre de hoy, ante libros como el Antifonario Gótico
Leonés de Aia o el Gregoriano de Hartker, recibe un fuerte
impacto de contrariedad y frustración. Ignora lo que
sabían aquellos ingenuos escribas medievales, cuya
semiografía musical le resulta inaccesible.
Tampoco cala del todo en el misterio de ese centenar corrido de
gigantescos cantorales de El Escorial, cuya llegada esperaba con ansias
el rey don Felipe II, colándose de noche, cual gato curioso, por
un ventanal, para ver cuanto antes colección tan esperada, en la
que había puesto con abundancia el oro de sus arcas y el
todavía más precioso metal de su acendrado
espíritu cristiano. Se cuenta que fue grande su gozo cuando tuvo
ante sí esa biblioteca, que serviría a los hombres en la
tierra para emular los conceptos angélicos del cielo. Por la
mirilla de su humilde y silenciosa cámara vería el altar
del sacrificio y llegarían hasta sus oídos, día y
noche, las voces viriles de sus frailes jerónimos.
La verdadera clave de estos cantos, aun suponiendo que se ha resuelto
de antemano el problema paleográfico, reside en su profunda
significación religiosa. Sin una catequesis de los siete
misterios que van desde la Encarnación de Jesucristo hasta su
Ascensión, el hombre sólo percibiría la
materialidad de la letra y el sonido. Los cantos antiguos
carecerían de vibración para mover y conmover el alma de
los fieles, función primera y esencial de toda música
litúrgica.
El hombre medieval, a quien iban destinados aquellos cantos,
poseía una fe inquebrantable que condicionaba todos los actos de
su vivir cotidiano. No sin razón se han llamado siglos de fe a
los siglos del medioevo, pese a los muchos defectos de esa época
de transición y larga crisis provocada por importantes
acontecimientos históricos y culturales, como la caída
del Imperio romano, la invasión de los bárbaros y el
espléndido arranque del Renacimiento. Todo su vivir lo miraban a
través del prisma trinitario. A la misma guerra, con su sangre y
sus ruinas, la llamaban en Espana Guerra divina!. La bandera
era la Santa Cruz, el mismo lábaro constantiniano aparecido en
las nubes,en el que las huestes imperiales leían In hoc
signo vinces, con este signo vencerás.
Así pues, la religiosidad de aquellos cristianos
españoles no era estática, con los ojos clavados en el
cielo, descuidando las prosaicas realidades de la tierra. Era,
sí, upward, vertical, providencialista, mas
también forward, de sentido práctico y
horizontal. Para ellos, el vivir era combatir, dura milicia y brega
constante.
BOSQUEJO HISTÓRICO
Un rito es la forma que tiene un pueblo de tributar su culto religioso,
uno de cuyos elementos integrantes es el canto litúrgico.
Mirando a España, hallamos en su amplio solar muchos cultos, que
fueron barridos por el del Lacio, así como fue eliminado poco a
poco todo culto pagano al advenir el cristianismo. Las aras de los
dioses cedieron su puesto al altar de la cruz en la Hispania romana,
antes incluso de las invasiones bárbaras.
En la época anterior a la Paz Constantiniana, coincidente con el
Concilio de Nicea (a. 325), la liturgia en España es la romana,
traída por los misioneros diputados por San Pedro para su
evangelización inicial. Pero las distancias y la dificultad de
comunicaciones originan una diversificación litúrgica,
volviendo cada vez más autóctono el rito peninsular,
hasta entonces apenas distinguible del romano. Demuéstralo el
Oracional de Verona, primer misal hispánico conocido, en el que
hallamos fórmulas breves eucológicas parecidas a las
leonianas y gelasianas, tan en contraste con las de los Padres
Toledanos, después de producirse la conversión en masa
del pueblo visigodo, invasor y contagiado de arrianismo.
Al consolidarse cierta unidad nacional, era propicio el momento para
unificar y enriquecer la liturgia hispano-romana. Adquiere ésta
un auge imprevisible, resultando un rito de gran prestancia, muy
similar al rito franco, con el cual tiene especiales concomitancias, a
juzgar por las célebres Cartas del Pseudo-Germán y de los
escasos documentos escritos galicanos todavía subsistentes tras
su casi total destrucción por obra y desgracia de los reyes
carolingios. En cambio, el rito hispano, después de pasar por
parecidos avatares, se conserva casi en su plena integridad, disperso
por distintas bibliotecas del país y del extranjero (Verona,
París, Londres). Y, como por arte de milagro, sigue
también vivo y palpitante en Toledo, en la abadía de la
Santa Cruz del Valle de los Caídos y en otras iglesias, con
ocasión de alguna fecha religiosa memorable. El rito hispano no
está muerto y momificado. Pervive y tras la mayor apertura
concedida por el Concilio Vaticano II, cabría augurarle un buen
porvenir, sin llegar, desde luego, al antiguo esplendor.
La séptima centuria inaugura un extraño e inesperado
progreso en santidad y cultura. Aparece la nutrida pléyade de
insignes varones, entre los que descuellan los hermanos Leandro e
Isidoro en Sevilla, Eugenio, Ildefonso y Julián en Toledo,
Conancio en Palencia, Braulio en Zaragoza, más otros no menos
distinguidos en virtud y hasta en ideales artísticos, pulchritudinis
studium habentes, pacificadores de sus casas y con ello de la
Patria en un renacer promovido por ellos y por los Concilios, en
especial los toledanos.
Una de las instituciones que precisaban desarrollo y reforma era la
liturgia y su correspondiente canto. Había que acabar con cierta
nociva anarquía ritual, procurando mayor unidad, como
convenía a una nación que profesaba ya la misma fe y
formaba un mismo reino, según feliz expresión del
Concilio IV toledano, cuajado de cánones concernientes a la
liturgia y que, por estar presidido por Isidoro, dio en llamarse
impropiamente isidoriana, lo mismo que el canto se denominó
eugeniano por Eugenio de Toledo.
La época propiamente mozárabe, que empieza en el
año 711, no es propicia para ninguna manifestación
cultural, especialmente en el terreno de la elocuencia, la
teología, la música y la poesía. Aún
así, no faltan destellos de unas y otras, al principio en el
sur, luego en el norte, bien que debilitados de vez en cuando por
irrupciones de la morisma. Sin embargo, si en Oriente Medio y en el
norte africano llegó a talarlo todo, extinguiendo hasta la
población cristiana, no pudo hacer lo mismo en el suelo
ibérico. El español conservó su latín,
admitiendo sólo con reservas el árabe. Mantuvo con ello
la Biblia y la patrística, las fuentes de la fe teológica
frente al Corán de Mahoma. Clara visión la de hombres tan
avizores como Eulogio cordobés.
Brotaba entonces una lengua romance algo mixta, que suavizó las
asperezas del latín y del árabe. El nuevo idioma
sustituyó con vocales y consonantes más suaves otras
latinas, árabes y griegas de fonética comparativamente
más dura. De ahí una lengua nueva, viril y noble, franca
y rotunda, más apta, por tanto, para la música y la
elocuencia. ¿Cómo pudo surgir tamaño prodigio,
precisamente en una Castilla seca o helada, hecha a todos los rigores
de un áspero vivir?
Al visitar nuestras bibliotecas, dos tipos de libros atraen
poderosamente la atención de los amantes del arte: unos por sus
pinturas, otros por su música. Todos ellos, se nos muestran
encerrados bajo velos de misterio. Los profusamente miniados ilustran
la mayor de las profecías, el Apocalipsis, el ultimo amén
de la Biblia. Los demás, ofrecen sobre textos también
bíblicos unos signos musicales simples o compuestos, cuyo
concreto sentido resiste a mostrarse al paciente y agudo lector.
Felizmente, los dos ejemplares más notables de géneros
tan distintos, Apocalipsis de Beato y Antifonario Gótico
Leonés, están hoy en manos de cualquier estudioso gracias
a la feliz iniciativa del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas. Ya no es preciso empolvarse en los archivos. Ante
ambos, se queda uno doblemente asombrado por su hermético
contenido y por el titánico esfuerzo de unos hombres que, en
tiempos tan azarosos y de total penuria, se dedicaron a la
ímproba tarea de caligrafiar y miniar bellamente tan extensos
textos y músicas. Lamenta el buen escriba leonés la falta
de hombres capaces de aprovechar su esfuerzo, que teme sea
baldío, y como sin pensarlo, nos regala un dato histórico
sobre la decadencia de la cultura y del fervor en el clero de su
tiempo, quizás por los años del pío y
desafortunado rey Wamba, todavía en período visigodo. "La
tradición toledana —se dice— y la santa
institución de la melodía que los antiguos Padres,
maravillosamente inspirados, nos legaron a modo de oráculos
divinos, se cantan en las iglesias de forma dispar. Están
viciadas por muchos, que han acabado con arte tan prefúlgido.
Los cantos antaño dictados, no por uno, sino por varios varones,
con dulce arte, se esfuman cual voz lejana, perdurando a lo más
un dulce eco." Deplora, asimismo, que apenas haya quien sepa
interpretar los viejos neumas musicales que él, con tanto
primor, devoción y escrúpulo, va describiendo en grandes
folios de terso pergamino.
Si el tan lamentable estado de cosas se remontaba al tiempo de Wamba,
¿cuál no sería la decadencia en siglos ulteriores?
¿Y cómo concebir una copia fiel de tantos códices
musicales, especialmente la del Antifonario llamado de Wamba y de otros
similares, si apenas había quien supiera interpretar su
enigmática grafía en el siglo ix? ¿Y qué
ánimos podía tener el copista en su ímproba labor,
ante tan triste e inevitable destino? He aquí otra
incógnita difícil de despejar. ¿Para qué
tanto esmero en mejorar la grafía de los libros toledanos, tan
elemental en sus neumas tirados y tumbados como a voleo?
No cabe dudar que, si bien escaseaban por los siglos ix, x y xi los
cantores peritos en melodía, hubo quienes con memoria ayudada
por la lectura de los primitivos signos musicales, podían
aún ejecutar las melodías tradicionales en la Iglesia.
Así, el oscurantismo del siglo x y de sus inmediatos anteriores
y posteriores no fue tan negro, ya que precisamente entonces se
copiaban libros, casi los únicos libros remanentes; cuando
había arquitectos y escultores, orfebres y calígrafos
para realizar obras de tan refinado gusto como las todavía
conservadas y admiradas por todos los entendidos. No eran, ciertamente,
unos bárbaros quienes trabajaron en Távara, en San Miguel
de Escalada, en Valeránica, en Oña, en Silos y en
Cardeña, en la Cogolla y en Albelda, en Ripoll y en otros puntos
de nuestra geografía.
Buen argumento de que en el siglo xi quedaba aún recuerdo de las
antiguas melodías es la perduración de esa veintena de
piezas en palimpsesto que el monje emilianense quiso dejar fijadas en
una notación entonces nueva y más clara, a fin de evitar
las fluctuaciones de los cantores de flaca memoria. Por este medio,
procuraba siquiera conservar lo que, suprimidas Misas y divinos
Oficios, debió seguir vigente, como en Vich continuó el
rito solemne de la Oleación de los enfermos, inserto en su
propio Sacramentario. El haber emborronado osadamente unos cuantos
folios del precioso Antifonario, pudo ocasionar al monje una severa
reprimenda del abad del convento, de la que nosotros nos beneficiamos
ahora. Lo que él se permitió en obsequio de los muertos,
ha parado luego en regalo de los supervivientes.
Los grandes melodos
Cabía suponer que el ingente repertorio melódico de los
codices hispanos fuese labor de varios. Así lo dice una de las
poesías puestas al frente del Antifonario Gótico
Leonés, al que califica, con religiosa veneración, de
sagrado. Dicho Antifonario es, asimismo, notable por el iluminado genio
de sus anónimos autores, quienes aspiraban, por encima de que
sus nombres figurasen en el pergamino, en la piedra o en el bronce, a
que sus obras fuesen incluidas en la liturgia, pues, a su modo de
pensar, harto les honraban con ello Dios y la Iglesia, aun pareciendo
desconocidos y eclipsados.
En el libro biografico De viris illustribus, iniciado por
Isidoro de Sevilla, nos dice éste entre otros detalles sobre su
hermano y pedagogo Leandro: In sacrificio quoque, laudibus atque
psalmis multa dulci sono composuit. Se trata de melodías
para los Sacrificios, o sea, para las misas, quedando el recuerdo,
consignado en el Antifonario leonés, llamado del rey Wamba (m.
680), de que la bendición del cirio pascual era obra de Domni
Isidori, según nota marginal. En el mismo libro (De
viris...), proseguido por Ildefonso de Toledo, afirma éste
de Juan de Zaragoza: In ecclesiasticis Officiis (Ioannes) eleganter
et sono et oratione composuit. Elegante compositor, pues, de texto
y música.
Subiendo a la ciudad de Zaragoza hallamos al obispo Braulio, quien
escribe de muchos temas, incluso melodías: clarus et iste
habitus canoribus.
El mismo Ildefonso, al pergeñar la semblanza de su predecesor
Eugenio III, dice de él: Studiorum bonorum vim persequens,
cantus pessimis usibus vitiatos, melodiae cognitione correxit. Lo
cual hace suponer que esas melodías, tan pésimamente
viciadas, estaban de algún modo escritas.
Se ha corrido la voz de que Eugenio tiene gran estro poético y
musical, por lo que Protasio de Tarragona solicita de su bondad una
misa a San Hipólito. Mas Eugenio se disculpa, diciendo: "No
escribí la misa votiva, porque en esta patria hay tantas de tan
buen estilo y doctrina, que no pienso pueda yo hacer algo mejor de lo
que otros superiores a mí han escrito".
Y volviendo a Ildefonso de Toledo, su biógrafo y sucesor
Félix hace notar que dejó obras perfectas, miro
modulaminis modo perfecit, misas como la de San Cosme y San
Damián, mártires orientales, muy caros en Toledo como en
toda la cristiandad. Y más aún: Ecclesiasticorum
Officiorum ordinibus intentus et providus; nam et melodias multas
noviter edidit. Merece subrayarse frase tan expresiva:
editó, produjo Ildefonso muchas melodías de nuevo
cuño, siendo tan fecundo melodo como escritor y elocuente
orador. Y sigue la lúcida galería de compositores
hispanos conocidos. Se menciona, ya en el siglo v, a Pedro, obispo de
Lérida. Luego, en pleno esplendor visigodo, a Balduigio de
Ercávica; a Rogato de Baeza, quien con San Julián firma
también en las actas conciliares de un concilio toledano. Ambos,
Rogato y Balduigio, figuran como en cita bíblica: domni
Rogati y domni Baduigii, del señor Rogato, del
señor Balduigio.
Finalmente, y saltando del siglo vii al ix, cabe recordar en la Rioja
al abad Salvo. En su escritorio monacal de Albelda se copian textos y
melodías litúrgicas como el Liber Ordinum, hoy en
Silos, ritual-misal providencialmente conservado, como su
homónimo de San Millán, para que confrontados entrambos,
podamos hoy aducir una autentica versión de melodías
mozárabes, únicas salvadas del general naufragio del
siglo xi.
No faltaba, pues, inspiración. Sin embargo, para conseguir que
las creaciones fuesen aceptadas por las Iglesias, los autores
tenían que exhibir un pasaporte de ciencia y santidad como
garantía a los ojos del pueblo creyente.
Cantores
El cantor de iglesia no era un hombre cualquiera, que con voz o sin
ella, con formación musical o sólo con audacia
pretendiera presentarse ante el público y ganarse la vida
mediante prebendas. Ese cantor tenía que reunir condiciones
especiales, las mismas que para el orador y tribuno pedía ya
Cicerón: Sea hombre bueno, perito en el decir.
Pero, amén de esa pericia y honradez, con la buena fama que ello
acarrea, para ser portavoz de la palabra divina, oficio
profético y carismático, para hablar o cantar desde el
tribunal o púlpito, debía estar consagrado, ordenado ad
hoc con un rito peculiar del Ordo o ritual. De ese modo, su lectura
o su canto calaría en las almas, iluminando, consolando,
estimulando y hasta "mordiendo", según gráfico dicho
ambrosiano: mordeat nos verbum Dei. Si preciso fuere sacarnos
del ventisquero del vicio como el perro alpino de San Benardo,
muérdanos la palabra de Dios.
Así pues, el cantor no era ni podía ser uno de tantos. Le
prestigiaba, ante todo, saber leer, entonces privilegio de
excepción; leer los latines de la opulenta misa del
mártir Vicente, alarde oratorio muy sobre la capacidad del
vulgar oyente, que empezaba a chapurrear un nuevo idioma mixto, con
múltiples influencias latinas, ibéricas, godas,
arábigas, de donde resultaría el roman paladino, en
el que suele el ome fablar a su vecino.
Pero este romance, sin declinaciones, fácil, por tanto, para el
pueblo, no entraba en el santuario, salvo en la predicación. Los
códices iban llenos de abreviaturas, para economía de
pergamino. Muchos hasta plagados de groseras erratas, por lo que
ciertos lectores y diáconos y aun presbíteros, al leer,
debían decir pocas verdades, como aquellas piadosísimas
beatas mencionadas por santa Teresa. Alguno sabía leer bien o
mal el enrevesado latín y la no menos intrincada
semiografía musical.
Pues de tales clérigos, cultos y piadosos, apenas se guarda
memoria alguna personal, como no sea en inscripciones funerarias. Uno
de ellos fue el primicerio Andres, princeps cantorum,
según lauda sepulcral del año 525, descubierta en
Mértola, al sur de Portugal. Dice: Andreas, famulus Dei,
Princeps Cantorum sancta Ecclesie Mertolane. Vixit annos XXXVI.
Requievit in pace sub die tertio kalendas apriles, Era DLX Trisis a IO.
No llegó Andres a viejo, habiendo vivido sólo 36
años.
De otro cantor, éste malagueño, sabemos algo más,
pues su losa es una verdadera laude, un caluroso encomio.
Dejó tras de sí fama de cantaor a lo divino. Buen
augurio ya su mismo nombre, pues se llamaba Samuel, recordando a aquel
ilustre profeta, gloria de Israel, que pasó su infancia en el
templo. Del malacitano dice su título sepulcral: ... recubat
eximivs Samvel ilustrissimvs, elegans forma, decorvs statva celsa,
commodvs qvi cantavit Officivm modulatione carminvm, blandiensque corda
plebivm cvnctorvm avdientivm.
Supresión y pervivencia del rito
Bien entrado el siglo xi, se produce en España una gran
efervescencia. Distante como queda de Roma, hay en esta ciudad quien
moteja a los españoles de cismáticos y hasta de
heréticos, máxime cuando nada menos que el arzobispo
toledano Elipando incurre en el error adopcionista, semejante al de
Arrio, conjurado hacía ya siglos en Toledo. Con ello, el rito
nacional se vuelve sospechoso. Se le condena, aunque más tarde
se le absuelve. Pero de la calumnia algo perdura.
En la crítica situación de toda la Iglesia, dividida por
cismas, roída de vicios y de abusos en el mismo santuario, un
Papa lombardo, Gregorio VII, bravo como un león, ardiente como
un ascua, emprende una valiente campaña por la unidad y la
virtud. En consecuencia, ordena la supresión radical del viejo
rito mozárabe. Sabe que cuenta para ello con la voluntaria
colaboración de los reyes de Aragón, de Castilla y de
León. Al fin, tras larga y enconada lucha con el clero y el
pueblo, va consiguiendo su propósito paulatinamente y por
regiones. En León llega a proscribirse la misma escritura
visigoda, sustituyéndola por la galicana, menos airosa y
más confusa.
Sin embargo, la protesta de las gentes sencillas por tales cambios
nunca derivó en revolución sangrienta, porque, sobre
todas las cosas y circunstancias, predominaba la fe y el respeto a la
autoridad regia y pontificia. Ante la prueba del fuego, que respeta los
libros santos, y el duelo singular en Burgos, en el que vence el
campeón castellano al galicano, el pueblo, contrariado, murmura:
allá van leyes do quieren reyes. Pero se resigna y
obedece.
El rito, obra tan preciada de aquellos grandes Doctores y Padres
visigodos, muchos con aureola de santidad, quedaba proscrito, si bien
no totalmente eliminado, ya que, por gracia singular, se
consintió en que perdurase en seis iglesias de Toledo, pobres
parroquias de barrio, carentes de personal apto y de recursos
económicos. Como lógico y previsible resultado, el rito
llevó una lánguida existencia, con frecuentes
interrupciones, que desembocaron al fin en su casi total
extinción. Más de uno iría a la caza y quema de
misales, antifonarios y rituales. De otra forma, no se concibe que,
habiendo en cada lugar algunos libros para Misa y Oficios, apenas
queden de ellos dos docenas, guardados hoy con cariño en
archivos y bibliotecas. Aunque lo ocurrido en España pasó
antes con los libros francos similares, toda la liturgia hispana puede
recomponerse, en tanto que de la galicana no queda sino algún
que otro retazo.
El rito seguía, pues, como planta vivaz, pese a los huracanes.
Usábanlo todavía las seis parroquias toledanas en pleno
siglo xiii. Así lo testifica el insigne prelado toledano don
Rodrigo Jiménez de Rada, quien tanto escribió De
rebus hispaniae. Los mozárabes debían practicarlo con
buen celo y dignidad, pues don Rodrigo no le puso ningún reparo
ni intentó restaurarlo, como lo haría más tarde
Cisneros.
Restauración Cisneriana
Francisco Jiménez de Cisneros fue un franciscano de austero,
pero poco agraciado semblante. Rudo, al parecer, fue en realidad
sensible y delicado, abierto a cualquier empresa noble, por arriesgada
que pareciera.
La Reina Católica, ducha en elegir a sus hombres, le nombra
director espiritual suyo. Por otra parte, el Papa de Roma le instala en
la Sede primada de Toledo.
Llega, entonces, el momento de realizar un proyecto, quizá mucho
antes acariciado por él y que se perfiló el día en
que, entrando en el archivo catedral toledano, vio polvorientos y
olvidados unos códices vetustos, el Sacramentario y Antifonario
de la casi extinta liturgia hispánica, sagrado depósito
de lo mejor que pudieron legarnos los Padres antiguos, aunque poco
apreciados por sus herederos en la fe y cristiandad.
Se trataba de restaurar el rito mozárabe con la máxima
autenticidad posible en época ya tan avanzada. A tal efecto,
nombra una comisión. Bien que hombre letrado, Cisneros no era un
especialista en estudios litúrgicos, ni menos aún en
paleografía musical, no pudiendo, por tanto, dar directrices
atinadas y certeras a los miembros de dicha comisión. Iban todos
como a tientas, no pudiéndoseles exigir más de lo que el
estado de las ciencias y de las letras de aquella época
hacía posible, a pesar del impulso dado por los Reyes
Católicos.
Cisneros fue, según su biógrafo Alvar Gómez, "un
aficionadísimo a las prístinas ceremonias de los
mozárabes". Más que un aficionado, sería un
entendido, sin llegar a lo que hoy se llama un especialista, y menos
todavía en canturía anterior al año mil. De hecho,
el ilustre canónigo toledano, entretenido en otros mil
pormenores para él de mayor relieve, soslaya la importante labor
litúrgica del gran Cardenal en sus múltiples
manifestaciones, sobre todo, en lo referente a la liturgia y canto
romano y a la erección de gran número de
magníficas iglesias.
Apenas sentado fray Francisco en la sede toledana, funda una capilla y
la dota de clérigos y servidores, asignándole fondos para
que reanude y haga perdurar el culto ancestral hispano, que en adelante
sera más toledano de lo que lo fuera en el pasado. La modesta
capilla se llamará del Corpus Christi. Flanqueando la
fachada y puerta principal catedralicia, corresponde a la torre gigante
de la famosa campana. Pensaría el gran prelado que al cobijo de
la iglesia toledana, ante el esplendoroso culto de la Primada, los
mozárabes se esmerarían en su recatado recinto lateral.
El gesto del arzobispo tendría luego algún imitador en
otras diócesis, como las de Valladolid y Salamanca, pero de
menor empuje y vitalidad.
No muy versado Cisneros en estudios de paleografía textual y
musical, debió creer más fácil el empeño.
Buscó en torno suyo auxiliares competentes y abnegados. Mas,
¿cómo hallarlos si por entonces tales estudios no los
cultivaba nadie? Acudió como solución a los
párrocos toledanos mozárabes; ellos siquiera
tenían la práctica del rito y por tanto, una gran ventaja
sobre los demás. Llamando a seis de ellos les encargó
llevasen a cabo su proyecto, al cual debieron darse con afán,
pues sin mucha tardanza tuvo la comisión los frutos de su ardua
labor, disponiendo el texto para el Misal y, posteriormente, para el
Breviario Gótico. Este último fue romanizado, incluyendo
un calendario invadido por multitud de santos y fiestas nuevas, con
rúbricas también romanas, quizá por seguir lo ya
usual desde la eliminación de los sacramentos mozarábigos.
En cuanto al canto, mandó Cisneros que aprovechasen todo lo que
de antiguo existía, mejor o peor conservado, en los libros de
altar y de atril de sus iglesias, ya que por entonces resultaba
imposible interpretar un solo neuma de los códices catedralicios
medievales. Si con ello no se conseguía todo el ideal, se
guardaba al menos un fondo de melodías, todas venerables, bellas
no pocas y algunas con un dejo inconfundible del viejo repertorio. Las
Preces cuaresmales Miserere et parce, con el recitado
simplicísimo de sus versillos, tienen un evidente aire primitivo
que difícilmente pudieron inventar hombres del siglo xvi, de
gustos musicales tan distintos. Asimismo, el canto del Credo, recitado
elemental, cuya concepción dista tanto de los Credos
polifónicos de la época, con su complicada urdimbre de
voces. Concuerda, en cambio, con el Símbolo y el Gloria
ambrosianos, sin pretensiones efectistas, pero aptos para la
fácil participación de toda la asamblea, principal
misión de la música en las celebraciones
litúrgicas.
Como resultado práctico de la restauración de Cisneros,
se imprimió en 1505, triste año de la defunción de
la Reina Católica, el Misal Mixto mozárabe. A partir de
entonces, empezó a cantarse la misa, pues las Constituciones de
la Capilla del Corpus Christi, publicadas en Alcalá el
18 de septiembre de 1508, prescriben: "Dígase [el Oficio] por
ahora en recto tono, hasta que haya libros de canto. La misa se
dirá cantada; los salmos bien dichos a coro, con toda pausa,
orden y concierto". Diríase que los dos grandes cantorales
estaban ya en uso. No así el más pequeño del
Oficio. Es, quizá, el único y primer indicio de los
cantorales mozárabes, dispuestos según el nuevo misal
denominado mixto, como algún otro romano, no tanto para indicar
que representaba una liturgia mixtificada como por creerlo completo.
Ahora bien, ¿qué valor puede tener un canto como el de
los tres libros cisnerianos de atril? No cabía exigirlo mayor en
época de gustos tan distintos a los de la Edad Media. No es
menguado el mérito de labor tan ingente como la
composición y transcripción de tal volumen de piezas en
plazo tan breve de tiempo. Trabajaron los buenos mozárabes como
bravos, legándonos un canto en general aceptable, a veces hasta
muy bello, siempre que se prescinda en su interpretación de ese
ritmo medido, impropio de la tradicional melopea litúrgica, cuyo
ritmo es libre y de fácil ejecución.
Ahora bien, el hecho de que los mozárabes de 1500 hubieran
elegido este canto indica claramente que guardaban melodías
escritas tres o más siglos antes y que no todo lo fiaron a la
propia inventiva. Su obra enraizaría en la tradición de
las iglesias, no borrada por entero tras el descuaje casi radical del
venerable rito. Sin el buen celo de los curas toledanos nada
hubiéramos sabido del canto mozárabe. Gracias a ellos,
tenemos siquiera algo digno y aceptable. Es de lamentar que los
demás ritos latinos no hayan obtenido igual fortuna. Pero
¿tenían los capellanes mozárabes el mismo celo y
entusiasmo que Cisneros? Parece que no, según reza el
prólogo mismo del nuevo Misal: "a los curas mozárabes
sólo les interesa percibir los réditos de la iglesia (non
curant nisi de radditibus Ecclesiae percipiendis)." Frase dura la
de Ortiz, que bien podía servir de aviso continuo a los que
manejaban diariamente el Misal. ¿Les serviría de
lección? A juzgar por lo siguiente cabe dudarlo.
Según las Tablas de Declaración del Oficio
Mozárabe, publicadas por Francisco de Pisa en Toledo, en 1593, y
ahora conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid (CM. 10.001), la
suerte que corrió la obra de Cisneros al cabo de unos
años no pudo ser más deplorable. Dice el autor sobre el
culto en la Capilla: "El orden de cantar también es diferente,
por la falta que hay de libros, y en ellos, pocas reglas. Y los que los
usan se rigen más por la tradición y uso de los antiguos
que por reglas escritas". En resumen, que los libros de Cisneros
yacían por los suelos y que aquellas notas largas o breves,
aquellas melodías simples o floridas no las apreciaban los
capellanes, tal vez por falta de entendimiento.
Restauraciones ulteriores
A fines del siglo xviii, ocupa la silla Primada española el
cardenal Francisco Antonio de Lorenzana, hombre de Dios y hombre de
letras. Ya en su diócesis mejicana de Puebla trabajó en
la anotación y publicación de los escritos de los Padres
hispanos, así como de los libros litúrgicos. Por aquella
época, resultaba difícil hallar un Misal Mixto, un
Breviario Gótico de Cisneros o un Of erencio de altar. El
cardenal edita esos tres libros a sus expensas, mejorándolos con
la ayuda de códices toledanos. Los dota de un mayor formato y de
un papel más dócil para el manejo diario.
Piensa también en el canto y confía su estudio a uno de
los racioneros de la catedral, por cierto, nada idóneo para tal
cometido. Quizá quiso éste enmendar la plana al mismo
Cisneros, pero con nulo resultado, pues todo parece indicar que
creía en la existencia de un canto toledano, distinto del
mozárabe, cuando, en realidad, sólo cabía elegir
entre este último y el romano, empleado a la sazón en el
coro catedralicio.
Esta es la última tentativa de restauración del canto
mozárabe hasta nuestros días.
El cardenal Guisasola y el deán don Narciso Esténaga
facilitaron a los monjes de Silos una fotocopia completa de los tres
cantorales cisnerianos para el estudio de los múltiples aspectos
encerrados en ellos. Tras dicho estudio, se llegó a la
conclusión de que, hoy por hoy y con los elementos conocidos,
era imposible establecer un criterio válido de
interpretación de los manuscritos mozárabes primitivos.
Careciendo en este caso de un solo manuscrito como el alfabético
y gregoriano de Mompellier, cuyas notas se traducen por letras, o bien,
como los aquitanos de neumas-puntos, elegidos por el monje albeldense
para la versión de su palimpsesto, resulta irresoluble el
problema esencial del canto mozárabe, a saber: la
fijación exacta de la altura de los sonidos. Penetrar en el
boscaje neumático mozarábigo sin una brújula
precisa de orientación, a modo de clave, es perderse en un
laberinto. Antes que caer en el ridículo conviene reconocer
humildemente la humana impotencia.
Llegado el año 36 de nuestro siglo, poderes siniestros
parecieron conjurados contra el viejo y generoso árbol, plantado
y cuidado por la Iglesia hispana. En la Capilla mozárabe poco
había que destruir, pero existían capellanes a su
servicio diario que fueron muertos sin piedad, como si desapareciendo
ellos, hubiera terminado definitivamente una antigualla medieval.
Pasada la guerra civil, volvió a su diócesis toledana el
cardenal I. Gomá, quien abrió de nuevo al culto la
venerada Capilla del Corpus, prosiguiendo la ruta, ya borrosa, de sus
predecesores en la Sede Primada. Nombrados nuevos capellanes, el rito
continuó modestamente su milenaria carrera ascensional,
recordando pasadas glorias, recién coronadas con nuevos
martirios. Finalmente, antes del Vaticano II, por mediación del
cardenal Larraona, se concedía a la recién fundada
Abadía del Valle de los Caídos amplia facultad pontificia
para emplear en su grandiosa cripta-panteón el antiguo rito,
salvadas las normas litúrgicas y las exigencias pastorales.
Procedimiento de transcripción
Envuelto en tupida selva neumática, busca el paleógrafo
una pista e indicación clara y segura para leer sin
vacilación los intervalos muy vagamente indicados en los
neumas-acentos de los manuscritos mozárabes. Aquí no se
trata de adivinar, la fantasía ès peligrosa. No debe ser
éste próblema de ingenio, sino de ciencia
paleográfica. Sin embargo, resulta inútil buscar una
clave musical o algo equivalente que nos proporcione el medio de
transcribir los misteriosos manuscritos. Tampoco existe en éstos
el menor indicio de pauta musical que fije la relación de altura
de los sonidos entre sí. El copista, que a veces intenta situar
las notas en sus propios niveles, no parece hallar el medio,
escribiendo arriba neumas que debieran estar abajo.
En consecuencia, hay que buscar otra solución, acudiendo a una
notación comparativa que precise el nivel de cada nota y grupo
neumático. Dicha solución, la única viable ya en
el siglo xi, era escribir las melodías mediante neumas-puntos,
colocados en el espacio en su nivel fijo, en lugar de utilizar los
imprecisos neurnas-acentos.
Y es lo que, felizmente, se le ocurrió al buen monje
anónimo, copista de San Millán de la Cogolla, quien,
borrando de la liturgia fúnebre del Liber Ordinum de su
salida los neumas-acentos, los sustituyó por los neumas-puntos
aquitanos. Mas esto no bastaba para averiguar el nombre de las notas
musicales representadas por los neumas. No llegando el talento
inventivo del monje a dar con una clave que resolviera el problema,
halló para la veintena de piezas de su palimpsesto otro recurso,
empleado igualmente en códices de rito romano del mismo
monasterio riojano.
De ese procedimiento queda todavía una reminiscencia en los
más recientes antifonarios impresos. Al fin de cada
antífona leemos estas siglas: E u o u a e, que algún
hipersabio dijo ser una aclamación de los cultos paganos a Baco,
cuando sólo significan Seculorum Amen. En los
manuscritos emilianenses se emplean dos formas, todavía
más breves de esta misma aclamación: una simple S, o bien
la palabra entera Seculorum, y encima la cadencia musical
salmódica, indicación suficiente —y esto es muy
importante— de la modalidad de la pieza afectada por la
enigmática sigla. Feliz apunte marginal, que sugiere el tono
salmódico de la pieza, y con ello, su modalidad e,
implícitamente, la nota final: re, mi, fa o sol,
según se trate del modo protus, deuterus, tritus o tetrardus.
Con esta simple sugerencia se puede proceder seguramente a la
restauración melódica, pues los puntos musicales observan
entre sí distancias precisas. Si después de ello, se lee
la melodía resultante, pudiéndose comprobar que realmente
suena a la modalidad indicada por la sigla seculorum, podemos cantar eureka.
El enigma ha cesado.
Cotejando el palimpsesto con el códice silense, escrito en
notación neumática de acentos, resalta la mutua
correspondencia de ambas escrituras, salvando las consabidas variantes
de todo manuscrito. Sin embargo, pudiera filtrarse algún error
menudo de transcripción, al quedar de la primera escritura
borroncillos confundibles con notas musicales, bien que sólo por
excepción.
Este procedimiento fue seguido, con resultados halagüeños,
por el padre Casiano Rojo y por mí mismo en la
transcripción de la veintena de piezas de canto mozárabe
que están contenidas en el manuscrito copiado por el buen monje
de San Millán de la Cogolla (ver: C. Rojo y G. Prado, "El canto
mozárabe". Barcelona, 1929).
Formas de composición, ritmo y modos
en el canto mozárabe
Las formas o géneros de composición melódica
mozárabe son más o menos los de toda liturgia cristiana,
fundados en los de la Sinagoga hebraica, su fuente principal.
Citemos en primer lugar el simple recitado, peculiar de las
lecturas bíblicas y de las oraciones sacerdotales. Abunda
también el género letanico. Las letanías
son una forma de orar eminentemente práctica y popular, con
breves y continuas respuestas o aclamaciones de la asamblea suplicante
o laudante. De ahí, que tanto se prodiguen estas respuestas sin
peligro de tedio ni cansancio, muy en especial en Viernes Santo y
Sábado Santo.
La salmodia, o canto de salmos, se presenta en varias formas,
sencillas o solemnes, directas o interrumpidas, según que el
salmo o himno discurran estrofa tras estrofa, versillo tras versillo, o
bien se entreveren estribillos para mayor interés y variedad y
para regusto de textos más sabrosos. De ahí las
antífonas sencillas y los ampulosos responsorios, que pueden
llevar otro nombre, como el de Sacrificio, un a modo de ofertorio con
melodía por lo general muy adornada o melismática, a
veces acompañada de infinitos Aleluyas.
La humanidad doliente transpira en esas Preces tan frecuentes, no
sólo durante la Cuaresma, sino en mil circunstancias del ciclo
litúrgico. Debía ser impresionante oír cantar al
pueblo decenas de veces seguidas Kyrie, eleison o, en otras
ocasiones, responder cuatro o más veces Deus, miserere,
como en estas Preces del bello libro de Horas compostelano: "Ecce nos
vigiles deprecatur, Xriste anime votis... defunctis. IIII fra (tres).
Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus
miserere, Deus miserere, Deus miserere".
El género Preces no es exclusivamente español. Tenemos en
Roma la Oración de Gelasio y algunas mas en los libros francos.
Estas plegarias dialogadas, con dejo tan popular, abundan, sin embargo
y con variados títulos, en los Oficios y Misas del rito
hispánico.
Así, pues, los géneros de composición
melódica son muy diversos, pasando del recitado mas elemental al
melisma más opulento, a esos aleluyas interminables, tan
airosos, aun en su grafía, como ciertas páginas
insuperablemente elegantes de cualquier antifonario mozarábigo.
En cuanto al ritmo, uno de los elementos sustanciales de toda
música, puede ser libre o métrico, ritmo del verso o
ritmo de la buena prosa. El canto mozárabe, al igual que el
romano y el de los demás ritos occidentales y aun orientales, es
general y preferentemente libre, libre de las trabas del compás,
libre como el águila caudal que planea en las alturas, no como
la rueda que se mueve sobre sí misma, libre, finalmente, como la
canción popular que en vano intentaríamos encerrar en
moldes preconcebidos.
Los primeros documentos musicales sólo autorizan a pensar en ese
ritmo binario o ternario, simple, natural, sin perjuicio de que
algún himno silábico lleve ritmo medido. En principio,
todas las notas poseen igual valor o duración, no admitiendo
tiempos breves y largos, como redondas, blancas, negras, corcheas, etc.
Norma general del canto litúrgico medieval es el tiempo
indivisible. El movimiento rítmico de esta música
monódica semeja a la danza o, mejor aún, al buen andar,
firme y airoso.
Finalmente, el ritmo libre es más fácil de llevar;
más grave y sereno, más idóneo para traducir la
oración y hablar con la divinidad en el culto litúrgico.
Al advenir la diafonía y el discanto, el contrapunto y la
armonía después, se introdujo e impuso la medida para
concertar con mayor facilidad las distintas voces del tejido sonoro,
aplicándose el mensuralismo incluso a los recitados más
sencillos, lo cual puede verse en los mismos misales romanos.
Idéntico sistema irrumpió en los libros mozárabes,
introducido por Jiménez de Cisneros. Pero los bravos capellanes
y curas mozárabes, ¿harían mucho caso y aprecio de
esos multiples valores, escasos como andaban en conocimientos musicales?
Todo ritmo, aun el más elemental, consta de dos tiempos, como el
paso al andar: se alza primero un pie, arsis, cae el otro pie, tesis.
Dando varios pasos, se obtiene un ritmo compuesto, el ritmo de la frase
o período musical. El enlace o sucesión coherente de
varios ritmos puede ir de dos en dos notas o de tres en tres,
dándose entonces un ritmo medido binario o ternario. 0 bien,
esos ritmos binarios o ternarios van mezclados en bello desorden. Es el
ritmo compuesto libre, el ritmo habitual de las antiguas melopeas
litúrgicas, salvo casos de excepción que confirman la
regla. A un texto en prosa le cuadra mejor un ritmo similar, sin
andaderas de compás que lo sujeten demasiado.
Los Cantorales mozárabes de Cisneros, nunca bastante estimados,
representan un esfuerzo notable, dada la penuria de documentos
musicales y de personal idóneo para obra tan ingente como
difícil. No pudiendo realizar un perfecto y utópico
ideal, prefirió contentarse con lo meramente posible entonces. Y
no salió del todo fallido en sus intentos, pues, a parte de
melodies de escaso mérito, hay muchas de verdadera calidad
musical, y algunas, incluso, con solera e inspiración
primitivas. Algo quedaba todavía en los cultos parroquiales
toledanos de tanta riqueza heredada de los antiguos Padres.
La teoría mensuralista aplicada al canto gregoriano, tan similar
al mozarábigo, estaba, desde un principio y por su propia
índole musical, juzgada y sentenciada al fracaso. Por otra
parte, los clérigos toledanos, dada su escasa formación
en teoría de la música, debían sentirse alarmados
ante su incapacidad de interpretar el canto con tino y con soltura. El
resultado fue, sin duda, un inaguantable martilleo, la tosca
prolongación de los acentos y las constantes corriditas en las
sílabas sin acento.
Lo más acertado, lo único viable es el procedimiento de
los insignes paleógrafos solesmenses, quienes hace ya muchos
años llevaron a su libro Variae Preces unas cuantas
melodies selectas de cuadernos mozárabes. Al no disponer de los
cantorales cisnerianos, eligieron el habitual ritmo gregoriano,
tranquilo y especialmente apto para la plegaria.
Asimismo, la modalidad es uno de los elementos capitales de la
música, dependiendo de ella en gran parte la distinta
impresión que las melodies causan en el ánimo del oyente,
según la distribución de tonos y semitonos en las escalas
diatónicas y las notas cadenciales. La modalidad mozárabe
apenas difiere de la gregoriana, de la que el gran organista parisino
Tournemire escribe c'est le triomphe de l'art modal, con sus
diversos tonos mayores y menores, que el agudo experto al punto
distingue, adivinando si la composición termina en re,
en mí en fa o en sol.
No sin motivo el compositor elegía, según la
índole y sugerencias del texto, una modalidad con preferencia a
otra, entre las ocho establecidas, aquel octoecos semejante al
bizantino. Cada uno de estos modos o escalas posee un carácter
expresivo peculiar, tal como lo enseñaban los viejos
preceptistas en la escuela y tal como queda materializado en los
capiteles de piedra de la gran abadía de Cluny para
ilustración del pueblo iletrado. Método pedagógico
este último muy empleado en la Edad Media.
Interpretación vocal y
acompañamiento instrumental
Pese a la incultura del Medioevo, la Iglesia procuraba afinar el gusto
musical de las gentes, comenzando por la depuración de la voz y
recordando que la Escritura recomienda cantar a Yavé, unas veces
con suavidad, otras con ruidoso entusiasmo (cum
vociferatione); pero siempre bien, bene psallite Deo. Y
añadirá san Agustin, tan sensible al arte musical: "bien,
no mal; Dios no quiere que ofendas sus oídos" con descuidada
emisión fonética.
Los mismos antifonarios sugieren, según los casos, diversos
matices de voz: voz sutil, voz humilde y suave y hasta temblorosa (voce
tremula). Voz de pregón y mando (voce praeconia),
como la del diácono al lanzar a Satanás de los
catecúmenos en el bautismo del sábado pascual. Gran
educadora la Iglesia, aun en epoca de tanta penuria material y
cultural, eleva al pueblo y lo pule, empleando incluso los distintos
matices de la voz humana, huyendo de lo salvaje y sensual en el trato,
sobre todo, con lo divino, base firme de la misma convivencia del
hombre con sus semejantes.
Sin embargo, tales esfuerzos no siempre obtienen el éxito
esperado. Frente a alumnos rebeldes a la afinación y a los
delicados matices de voz, los maestros de melodía se ven
precisados a ironizar y ridiculizar los defectos de emisión.
Así, San Eugenio de Toledo, gran educador un día de la
juventud zaragozana, intentó corregir los "cantos ya entonces
viciados con pésimos resabios" y con defectuosa emisión
de voz, que él ridiculiza en una de las páginas
más gráficas de sus poemas, comparándolos a los
ruidos de diversos animales. En los prólogos en verso del
Antifonario de León se dice: "Unos arañan el
tímpano con su ronquedad; otros rompen las cuerdas de la
faringe, hasta perder el resuello su mísero pecho; estos con sus
visajes lanzan hirientes rugidos, aquéllos rebuznan como el
asno, aúllan como el zorro con hórrida voz. Mas lo que al
hombre irrita, a Dios no agrada". Evocación, sin duda, de aquel
poema eugeniano, titulado De voce hominis absona, en donde se
enumeran más voces de brutos animales, que el hombre no puede
imitar y menos en sus relaciones con Dios.
En cuanto al acompañamiento instrumental, se conocían y
usaban en la España mozárabe varios instrumentos
musicales, que ya san Isidoro, en sus Etimologías, enumera y
describe, pero más pensando en el libro de Daniel y en el salmo
150 —doxología final del Salterio—, que en su empleo
en las iglesias. Lo propio ocurría con los miniaturistas de los
Apocalipsis del beato liebanés y de las Biblias
visigóticas. Quizás, el uso de instrumentos se
consideraba como censurable profanidad en el culto cristiano,
más austero que el hebraico. De hecho, en nuestras mismas
catedrales, aun teniendo grandes órganos, se tardó mucho
en acompañar con ellos la salmodia, lo que al fin se impuso para
remediar la frecuente desafinación de las voces humanas.
Lo verdaderamente admitido fue la campana o esquilón (signum
en latín, sino en portugués). Un códice la
muestra en la torre de Távara, pulsada desde abajo por el monje
sacristán, quien tira de la soga convocando a los fieles a la
oración.
¿Se usaban en las iglesias gótico-mozárabes
instrumentos musicales? A ello incitan los salmos, especialmente el 150
y último del salterio, donde se menciona el adufe, la
cítara, la cuerda, la trompeta, el címbalo y el
órgano. En Daniel (3,15) se enumeran otros instrumentos con que
se llamaba a adorar a la gigantesca estatua erigida por el rey
Nabucodonosor: cuerno, sambuca, zampoña, etc. Pero san Isidoro
menciona todavía más instrumentos, como la lira
clásica, el sistro egipcio, la tibia o flauta, la fístula
o caramillo, el arpa y el raro pandurio (pandero o pandereta).
Cantos comparados
La penuria de documentos musicales con notación legible no
permite establecer comparaciones entre el canto mozárabe y los
demás occidentales, romano, galicano y ambrosiano.
Del rito romano tomaron los españoles no pocas fórmulas
de plegaria, sobre todo el Sacramentario Gelasiano. Algunas
melodías romanas, con su propia letra, pasaron a los libros
mozárabes que usaron su misma grafía de acentos
combinados, formando un bello arabesco grato de ver, pero mudo en su
significado. Parece que quieren hablar; sin embargo, se cierran en un
absoluto y secreto mutismo. Otro tanto sucede con los vetustos neumas
de cualquiera de las notaciones orientales u occidentales. Hemos, pues,
de contentarnos con las migajas caídas de la mesa del rico
epulón, so pena de quedarnos, no sólo insaciados, sino
con hambre canina.
Frecuentemente, la melopea ambrosiana es idéntica a la romana,
así como los textos litúrgicos, pero ampliada con
interminables floreos, en contraste con la sobriedad
característica de la línea gregoriana.
También la corriente melódica mozárabe se muestra
caudalosa, lo mismo que las oraciones, de singular extensión y
opulencia frente a la mesura de las romanas. La liturgia romana
semejaría un jardín bien cuidado, la ambrosiana y
mozarábiga un bosque delicioso con toda la exuberancia y
espontaneidad de la naturaleza virgen. El aspecto gráfico de
ciertas páginas con sus neumas alborotados, que trepan a veces
por el margen de la página o se encrespan en aleluyáticos
melismas, nos retrotraen a pretéritas edades de angustiada fe o
de cálido entusiasmo, nota peculiar de los dieciséis
primeros siglos de la historia de la Península Ibérica.
Si varios de estos instrumentos figuran en portadas y capiteles, sobre
todo en los Apocalipsis del Beato, con tantas y tan bellas miniaturas,
bien pudieron emplearse en el culto, tal como más tarde se
utilizaría la danza sagrada y aún ahora se admite en
ciertas fiestas populares en honor de la Eucaristía y de los
santos patronos del lugar. Pero menos probable es que se
acompañasen con instrumentos las melodías propiamente
dichas.