El canto mozárabe. Comentarios
Coral Antics Escolans de Montserrat


IMAGEN

MEC 1009 CD
1990
LP: 1972





EL CANTO MOZÁRABE

El contenido del presente disco resultará, sin duda, extraño y un tanto enigmático para el oído de muchos. Letra y música suenan a lejanas edades y difieren no poco de los géneros y gustos más recientes.

Esta sencilla monodía nos trae el mensaje lejano de muchas generaciones que expresaban sus más íntimos y nobles sentimientos con textos y cantos cuyo eco nunca se extinguió del todo en el solar hispano, a diferencia de lo que sucedería con la canción profana, totalmente hundida en la vorágine de los tiempos. ¿Cómo cantaban antes del siglo x españoles, francos, italianos y germanos? Para dar alguna respuesta, aunque no del todo satisfactoria, hay que entrar en las catedrales y abadías, y en sus vetustos archivos abrir los pocos libros en vitela allí atesorados y no siempre bien estudiados. Hay que poseer también sólida formación paleográfica, sin la cual la letra dirá poco y menos aún los neumas musicales, de endiablada criptografía.

El hombre de hoy, ante libros como el Antifonario Gótico Leonés de Aia o el Gregoriano de Hartker, recibe un fuerte impacto de contrariedad y frustración. Ignora lo que sabían aquellos ingenuos escribas medievales, cuya semiografía musical le resulta inaccesible.
Tampoco cala del todo en el misterio de ese centenar corrido de gigantescos cantorales de El Escorial, cuya llegada esperaba con ansias el rey don Felipe II, colándose de noche, cual gato curioso, por un ventanal, para ver cuanto antes colección tan esperada, en la que había puesto con abundancia el oro de sus arcas y el todavía más precioso metal de su acendrado espíritu cristiano. Se cuenta que fue grande su gozo cuando tuvo ante sí esa biblioteca, que serviría a los hombres en la tierra para emular los conceptos angélicos del cielo. Por la mirilla de su humilde y silenciosa cámara vería el altar del sacrificio y llegarían hasta sus oídos, día y noche, las voces viriles de sus frailes jerónimos.

La verdadera clave de estos cantos, aun suponiendo que se ha resuelto de antemano el problema paleográfico, reside en su profunda significación religiosa. Sin una catequesis de los siete misterios que van desde la Encarnación de Jesucristo hasta su Ascensión, el hombre sólo percibiría la materialidad de la letra y el sonido. Los cantos antiguos carecerían de vibración para mover y conmover el alma de los fieles, función primera y esencial de toda música litúrgica.

El hombre medieval, a quien iban destinados aquellos cantos, poseía una fe inquebrantable que condicionaba todos los actos de su vivir cotidiano. No sin razón se han llamado siglos de fe a los siglos del medioevo, pese a los muchos defectos de esa época de transición y larga crisis provocada por importantes acontecimientos históricos y culturales, como la caída del Imperio romano, la invasión de los bárbaros y el espléndido arranque del Renacimiento. Todo su vivir lo miraban a través del prisma trinitario. A la misma guerra, con su sangre y sus ruinas, la llamaban en Espana Guerra divina!. La bandera era la Santa Cruz, el mismo lábaro constantiniano aparecido en las nubes,en el que las huestes imperiales leían In hoc signo vinces, con este signo vencerás.

Así pues, la religiosidad de aquellos cristianos españoles no era estática, con los ojos clavados en el cielo, descuidando las prosaicas realidades de la tierra. Era, sí, upward, vertical, providencialista, mas también forward, de sentido práctico y horizontal. Para ellos, el vivir era combatir, dura milicia y brega constante.


BOSQUEJO HISTÓRICO

Un rito es la forma que tiene un pueblo de tributar su culto religioso, uno de cuyos elementos integrantes es el canto litúrgico.

Mirando a España, hallamos en su amplio solar muchos cultos, que fueron barridos por el del Lacio, así como fue eliminado poco a poco todo culto pagano al advenir el cristianismo. Las aras de los dioses cedieron su puesto al altar de la cruz en la Hispania romana, antes incluso de las invasiones bárbaras.

En la época anterior a la Paz Constantiniana, coincidente con el Concilio de Nicea (a. 325), la liturgia en España es la romana, traída por los misioneros diputados por San Pedro para su evangelización inicial. Pero las distancias y la dificultad de comunicaciones originan una diversificación litúrgica, volviendo cada vez más autóctono el rito peninsular, hasta entonces apenas distinguible del romano. Demuéstralo el Oracional de Verona, primer misal hispánico conocido, en el que hallamos fórmulas breves eucológicas parecidas a las leonianas y gelasianas, tan en contraste con las de los Padres Toledanos, después de producirse la conversión en masa del pueblo visigodo, invasor y contagiado de arrianismo.

Al consolidarse cierta unidad nacional, era propicio el momento para unificar y enriquecer la liturgia hispano-romana. Adquiere ésta un auge imprevisible, resultando un rito de gran prestancia, muy similar al rito franco, con el cual tiene especiales concomitancias, a juzgar por las célebres Cartas del Pseudo-Germán y de los escasos documentos escritos galicanos todavía subsistentes tras su casi total destrucción por obra y desgracia de los reyes carolingios. En cambio, el rito hispano, después de pasar por parecidos avatares, se conserva casi en su plena integridad, disperso por distintas bibliotecas del país y del extranjero (Verona, París, Londres). Y, como por arte de milagro, sigue también vivo y palpitante en Toledo, en la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y en otras iglesias, con ocasión de alguna fecha religiosa memorable. El rito hispano no está muerto y momificado. Pervive y tras la mayor apertura concedida por el Concilio Vaticano II, cabría augurarle un buen porvenir, sin llegar, desde luego, al antiguo esplendor.

La séptima centuria inaugura un extraño e inesperado progreso en santidad y cultura. Aparece la nutrida pléyade de insignes varones, entre los que descuellan los hermanos Leandro e Isidoro en Sevilla, Eugenio, Ildefonso y Julián en Toledo, Conancio en Palencia, Braulio en Zaragoza, más otros no menos distinguidos en virtud y hasta en ideales artísticos, pulchritudinis studium habentes, pacificadores de sus casas y con ello de la Patria en un renacer promovido por ellos y por los Concilios, en especial los toledanos.

Una de las instituciones que precisaban desarrollo y reforma era la liturgia y su correspondiente canto. Había que acabar con cierta nociva anarquía ritual, procurando mayor unidad, como convenía a una nación que profesaba ya la misma fe y formaba un mismo reino, según feliz expresión del Concilio IV toledano, cuajado de cánones concernientes a la liturgia y que, por estar presidido por Isidoro, dio en llamarse impropiamente isidoriana, lo mismo que el canto se denominó eugeniano por Eugenio de Toledo.

La época propiamente mozárabe, que empieza en el año 711, no es propicia para ninguna manifestación cultural, especialmente en el terreno de la elocuencia, la teología, la música y la poesía. Aún así, no faltan destellos de unas y otras, al principio en el sur, luego en el norte, bien que debilitados de vez en cuando por irrupciones de la morisma. Sin embargo, si en Oriente Medio y en el norte africano llegó a talarlo todo, extinguiendo hasta la población cristiana, no pudo hacer lo mismo en el suelo ibérico. El español conservó su latín, admitiendo sólo con reservas el árabe. Mantuvo con ello la Biblia y la patrística, las fuentes de la fe teológica frente al Corán de Mahoma. Clara visión la de hombres tan avizores como Eulogio cordobés.

Brotaba entonces una lengua romance algo mixta, que suavizó las asperezas del latín y del árabe. El nuevo idioma sustituyó con vocales y consonantes más suaves otras latinas, árabes y griegas de fonética comparativamente más dura. De ahí una lengua nueva, viril y noble, franca y rotunda, más apta, por tanto, para la música y la elocuencia. ¿Cómo pudo surgir tamaño prodigio, precisamente en una Castilla seca o helada, hecha a todos los rigores de un áspero vivir?

Al visitar nuestras bibliotecas, dos tipos de libros atraen poderosamente la atención de los amantes del arte: unos por sus pinturas, otros por su música. Todos ellos, se nos muestran encerrados bajo velos de misterio. Los profusamente miniados ilustran la mayor de las profecías, el Apocalipsis, el ultimo amén de la Biblia. Los demás, ofrecen sobre textos también bíblicos unos signos musicales simples o compuestos, cuyo concreto sentido resiste a mostrarse al paciente y agudo lector.

Felizmente, los dos ejemplares más notables de géneros tan distintos, Apocalipsis de Beato y Antifonario Gótico Leonés, están hoy en manos de cualquier estudioso gracias a la feliz iniciativa del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ya no es preciso empolvarse en los archivos. Ante ambos, se queda uno doblemente asombrado por su hermético contenido y por el titánico esfuerzo de unos hombres que, en tiempos tan azarosos y de total penuria, se dedicaron a la ímproba tarea de caligrafiar y miniar bellamente tan extensos textos y músicas. Lamenta el buen escriba leonés la falta de hombres capaces de aprovechar su esfuerzo, que teme sea baldío, y como sin pensarlo, nos regala un dato histórico sobre la decadencia de la cultura y del fervor en el clero de su tiempo, quizás por los años del pío y desafortunado rey Wamba, todavía en período visigodo. "La tradición toledana —se dice— y la santa institución de la melodía que los antiguos Padres, maravillosamente inspirados, nos legaron a modo de oráculos divinos, se cantan en las iglesias de forma dispar. Están viciadas por muchos, que han acabado con arte tan prefúlgido. Los cantos antaño dictados, no por uno, sino por varios varones, con dulce arte, se esfuman cual voz lejana, perdurando a lo más un dulce eco." Deplora, asimismo, que apenas haya quien sepa interpretar los viejos neumas musicales que él, con tanto primor, devoción y escrúpulo, va describiendo en grandes folios de terso pergamino.

Si el tan lamentable estado de cosas se remontaba al tiempo de Wamba, ¿cuál no sería la decadencia en siglos ulteriores? ¿Y cómo concebir una copia fiel de tantos códices musicales, especialmente la del Antifonario llamado de Wamba y de otros similares, si apenas había quien supiera interpretar su enigmática grafía en el siglo ix? ¿Y qué ánimos podía tener el copista en su ímproba labor, ante tan triste e inevitable destino? He aquí otra incógnita difícil de despejar. ¿Para qué tanto esmero en mejorar la grafía de los libros toledanos, tan elemental en sus neumas tirados y tumbados como a voleo?

No cabe dudar que, si bien escaseaban por los siglos ix, x y xi los cantores peritos en melodía, hubo quienes con memoria ayudada por la lectura de los primitivos signos musicales, podían aún ejecutar las melodías tradicionales en la Iglesia. Así, el oscurantismo del siglo x y de sus inmediatos anteriores y posteriores no fue tan negro, ya que precisamente entonces se copiaban libros, casi los únicos libros remanentes; cuando había arquitectos y escultores, orfebres y calígrafos para realizar obras de tan refinado gusto como las todavía conservadas y admiradas por todos los entendidos. No eran, ciertamente, unos bárbaros quienes trabajaron en Távara, en San Miguel de Escalada, en Valeránica, en Oña, en Silos y en Cardeña, en la Cogolla y en Albelda, en Ripoll y en otros puntos de nuestra geografía.

Buen argumento de que en el siglo xi quedaba aún recuerdo de las antiguas melodías es la perduración de esa veintena de piezas en palimpsesto que el monje emilianense quiso dejar fijadas en una notación entonces nueva y más clara, a fin de evitar las fluctuaciones de los cantores de flaca memoria. Por este medio, procuraba siquiera conservar lo que, suprimidas Misas y divinos Oficios, debió seguir vigente, como en Vich continuó el rito solemne de la Oleación de los enfermos, inserto en su propio Sacramentario. El haber emborronado osadamente unos cuantos folios del precioso Antifonario, pudo ocasionar al monje una severa reprimenda del abad del convento, de la que nosotros nos beneficiamos ahora. Lo que él se permitió en obsequio de los muertos, ha parado luego en regalo de los supervivientes.


Los grandes melodos

Cabía suponer que el ingente repertorio melódico de los codices hispanos fuese labor de varios. Así lo dice una de las poesías puestas al frente del Antifonario Gótico Leonés, al que califica, con religiosa veneración, de sagrado. Dicho Antifonario es, asimismo, notable por el iluminado genio de sus anónimos autores, quienes aspiraban, por encima de que sus nombres figurasen en el pergamino, en la piedra o en el bronce, a que sus obras fuesen incluidas en la liturgia, pues, a su modo de pensar, harto les honraban con ello Dios y la Iglesia, aun pareciendo desconocidos y eclipsados.

En el libro biografico De viris illustribus, iniciado por Isidoro de Sevilla, nos dice éste entre otros detalles sobre su hermano y pedagogo Leandro: In sacrificio quoque, laudibus atque psalmis multa dulci sono composuit. Se trata de melodías para los Sacrificios, o sea, para las misas, quedando el recuerdo, consignado en el Antifonario leonés, llamado del rey Wamba (m. 680), de que la bendición del cirio pascual era obra de Domni Isidori, según nota marginal. En el mismo libro (De viris...), proseguido por Ildefonso de Toledo, afirma éste de Juan de Zaragoza: In ecclesiasticis Officiis (Ioannes) eleganter et sono et oratione composuit. Elegante compositor, pues, de texto y música.

Subiendo a la ciudad de Zaragoza hallamos al obispo Braulio, quien escribe de muchos temas, incluso melodías: clarus et iste habitus canoribus.

El mismo Ildefonso, al pergeñar la semblanza de su predecesor Eugenio III, dice de él: Studiorum bonorum vim persequens, cantus pessimis usibus vitiatos, melodiae cognitione correxit. Lo cual hace suponer que esas melodías, tan pésimamente viciadas, estaban de algún modo escritas.

Se ha corrido la voz de que Eugenio tiene gran estro poético y musical, por lo que Protasio de Tarragona solicita de su bondad una misa a San Hipólito. Mas Eugenio se disculpa, diciendo: "No escribí la misa votiva, porque en esta patria hay tantas de tan buen estilo y doctrina, que no pienso pueda yo hacer algo mejor de lo que otros superiores a mí han escrito".

Y volviendo a Ildefonso de Toledo, su biógrafo y sucesor Félix hace notar que dejó obras perfectas, miro modulaminis modo perfecit, misas como la de San Cosme y San Damián, mártires orientales, muy caros en Toledo como en toda la cristiandad. Y más aún: Ecclesiasticorum Officiorum ordinibus intentus et providus; nam et melodias multas noviter edidit. Merece subrayarse frase tan expresiva: editó, produjo Ildefonso muchas melodías de nuevo cuño, siendo tan fecundo melodo como escritor y elocuente orador. Y sigue la lúcida galería de compositores hispanos conocidos. Se menciona, ya en el siglo v, a Pedro, obispo de Lérida. Luego, en pleno esplendor visigodo, a Balduigio de Ercávica; a Rogato de Baeza, quien con San Julián firma también en las actas conciliares de un concilio toledano. Ambos, Rogato y Balduigio, figuran como en cita bíblica: domni Rogati y domni Baduigii, del señor Rogato, del señor Balduigio.

Finalmente, y saltando del siglo vii al ix, cabe recordar en la Rioja al abad Salvo. En su escritorio monacal de Albelda se copian textos y melodías litúrgicas como el Liber Ordinum, hoy en Silos, ritual-misal providencialmente conservado, como su homónimo de San Millán, para que confrontados entrambos, podamos hoy aducir una autentica versión de melodías mozárabes, únicas salvadas del general naufragio del siglo xi.

No faltaba, pues, inspiración. Sin embargo, para conseguir que las creaciones fuesen aceptadas por las Iglesias, los autores tenían que exhibir un pasaporte de ciencia y santidad como garantía a los ojos del pueblo creyente.


Cantores

El cantor de iglesia no era un hombre cualquiera, que con voz o sin ella, con formación musical o sólo con audacia pretendiera presentarse ante el público y ganarse la vida mediante prebendas. Ese cantor tenía que reunir condiciones especiales, las mismas que para el orador y tribuno pedía ya Cicerón: Sea hombre bueno, perito en el decir.

Pero, amén de esa pericia y honradez, con la buena fama que ello acarrea, para ser portavoz de la palabra divina, oficio profético y carismático, para hablar o cantar desde el tribunal o púlpito, debía estar consagrado, ordenado ad hoc con un rito peculiar del Ordo o ritual. De ese modo, su lectura o su canto calaría en las almas, iluminando, consolando, estimulando y hasta "mordiendo", según gráfico dicho ambrosiano: mordeat nos verbum Dei. Si preciso fuere sacarnos del ventisquero del vicio como el perro alpino de San Benardo, muérdanos la palabra de Dios.

Así pues, el cantor no era ni podía ser uno de tantos. Le prestigiaba, ante todo, saber leer, entonces privilegio de excepción; leer los latines de la opulenta misa del mártir Vicente, alarde oratorio muy sobre la capacidad del vulgar oyente, que empezaba a chapurrear un nuevo idioma mixto, con múltiples influencias latinas, ibéricas, godas, arábigas, de donde resultaría el roman paladino, en el que suele el ome fablar a su vecino.

Pero este romance, sin declinaciones, fácil, por tanto, para el pueblo, no entraba en el santuario, salvo en la predicación. Los códices iban llenos de abreviaturas, para economía de pergamino. Muchos hasta plagados de groseras erratas, por lo que ciertos lectores y diáconos y aun presbíteros, al leer, debían decir pocas verdades, como aquellas piadosísimas beatas mencionadas por santa Teresa. Alguno sabía leer bien o mal el enrevesado latín y la no menos intrincada semiografía musical.

Pues de tales clérigos, cultos y piadosos, apenas se guarda memoria alguna personal, como no sea en inscripciones funerarias. Uno de ellos fue el primicerio Andres, princeps cantorum, según lauda sepulcral del año 525, descubierta en Mértola, al sur de Portugal. Dice: Andreas, famulus Dei, Princeps Cantorum sancta Ecclesie Mertolane. Vixit annos XXXVI. Requievit in pace sub die tertio kalendas apriles, Era DLX Trisis a IO. No llegó Andres a viejo, habiendo vivido sólo 36 años.

De otro cantor, éste malagueño, sabemos algo más, pues su losa es una verdadera laude, un caluroso encomio. Dejó tras de sí fama de cantaor a lo divino. Buen augurio ya su mismo nombre, pues se llamaba Samuel, recordando a aquel ilustre profeta, gloria de Israel, que pasó su infancia en el templo. Del malacitano dice su título sepulcral: ... recubat eximivs Samvel ilustrissimvs, elegans forma, decorvs statva celsa, commodvs qvi cantavit Officivm modulatione carminvm, blandiensque corda plebivm cvnctorvm avdientivm.


Supresión y pervivencia del rito

Bien entrado el siglo xi, se produce en España una gran efervescencia. Distante como queda de Roma, hay en esta ciudad quien moteja a los españoles de cismáticos y hasta de heréticos, máxime cuando nada menos que el arzobispo toledano Elipando incurre en el error adopcionista, semejante al de Arrio, conjurado hacía ya siglos en Toledo. Con ello, el rito nacional se vuelve sospechoso. Se le condena, aunque más tarde se le absuelve. Pero de la calumnia algo perdura.

En la crítica situación de toda la Iglesia, dividida por cismas, roída de vicios y de abusos en el mismo santuario, un Papa lombardo, Gregorio VII, bravo como un león, ardiente como un ascua, emprende una valiente campaña por la unidad y la virtud. En consecuencia, ordena la supresión radical del viejo rito mozárabe. Sabe que cuenta para ello con la voluntaria colaboración de los reyes de Aragón, de Castilla y de León. Al fin, tras larga y enconada lucha con el clero y el pueblo, va consiguiendo su propósito paulatinamente y por regiones. En León llega a proscribirse la misma escritura visigoda, sustituyéndola por la galicana, menos airosa y más confusa.

Sin embargo, la protesta de las gentes sencillas por tales cambios nunca derivó en revolución sangrienta, porque, sobre todas las cosas y circunstancias, predominaba la fe y el respeto a la autoridad regia y pontificia. Ante la prueba del fuego, que respeta los libros santos, y el duelo singular en Burgos, en el que vence el campeón castellano al galicano, el pueblo, contrariado, murmura: allá van leyes do quieren reyes. Pero se resigna y obedece.

El rito, obra tan preciada de aquellos grandes Doctores y Padres visigodos, muchos con aureola de santidad, quedaba proscrito, si bien no totalmente eliminado, ya que, por gracia singular, se consintió en que perdurase en seis iglesias de Toledo, pobres parroquias de barrio, carentes de personal apto y de recursos económicos. Como lógico y previsible resultado, el rito llevó una lánguida existencia, con frecuentes interrupciones, que desembocaron al fin en su casi total extinción. Más de uno iría a la caza y quema de misales, antifonarios y rituales. De otra forma, no se concibe que, habiendo en cada lugar algunos libros para Misa y Oficios, apenas queden de ellos dos docenas, guardados hoy con cariño en archivos y bibliotecas. Aunque lo ocurrido en España pasó antes con los libros francos similares, toda la liturgia hispana puede recomponerse, en tanto que de la galicana no queda sino algún que otro retazo.

El rito seguía, pues, como planta vivaz, pese a los huracanes. Usábanlo todavía las seis parroquias toledanas en pleno siglo xiii. Así lo testifica el insigne prelado toledano don Rodrigo Jiménez de Rada, quien tanto escribió De rebus hispaniae. Los mozárabes debían practicarlo con buen celo y dignidad, pues don Rodrigo no le puso ningún reparo ni intentó restaurarlo, como lo haría más tarde Cisneros.


Restauración Cisneriana

Francisco Jiménez de Cisneros fue un franciscano de austero, pero poco agraciado semblante. Rudo, al parecer, fue en realidad sensible y delicado, abierto a cualquier empresa noble, por arriesgada que pareciera.

La Reina Católica, ducha en elegir a sus hombres, le nombra director espiritual suyo. Por otra parte, el Papa de Roma le instala en la Sede primada de Toledo.

Llega, entonces, el momento de realizar un proyecto, quizá mucho antes acariciado por él y que se perfiló el día en que, entrando en el archivo catedral toledano, vio polvorientos y olvidados unos códices vetustos, el Sacramentario y Antifonario de la casi extinta liturgia hispánica, sagrado depósito de lo mejor que pudieron legarnos los Padres antiguos, aunque poco apreciados por sus herederos en la fe y cristiandad.

Se trataba de restaurar el rito mozárabe con la máxima autenticidad posible en época ya tan avanzada. A tal efecto, nombra una comisión. Bien que hombre letrado, Cisneros no era un especialista en estudios litúrgicos, ni menos aún en paleografía musical, no pudiendo, por tanto, dar directrices atinadas y certeras a los miembros de dicha comisión. Iban todos como a tientas, no pudiéndoseles exigir más de lo que el estado de las ciencias y de las letras de aquella época hacía posible, a pesar del impulso dado por los Reyes Católicos.

Cisneros fue, según su biógrafo Alvar Gómez, "un aficionadísimo a las prístinas ceremonias de los mozárabes". Más que un aficionado, sería un entendido, sin llegar a lo que hoy se llama un especialista, y menos todavía en canturía anterior al año mil. De hecho, el ilustre canónigo toledano, entretenido en otros mil pormenores para él de mayor relieve, soslaya la importante labor litúrgica del gran Cardenal en sus múltiples manifestaciones, sobre todo, en lo referente a la liturgia y canto romano y a la erección de gran número de magníficas iglesias.

Apenas sentado fray Francisco en la sede toledana, funda una capilla y la dota de clérigos y servidores, asignándole fondos para que reanude y haga perdurar el culto ancestral hispano, que en adelante sera más toledano de lo que lo fuera en el pasado. La modesta capilla se llamará del Corpus Christi. Flanqueando la fachada y puerta principal catedralicia, corresponde a la torre gigante de la famosa campana. Pensaría el gran prelado que al cobijo de la iglesia toledana, ante el esplendoroso culto de la Primada, los mozárabes se esmerarían en su recatado recinto lateral. El gesto del arzobispo tendría luego algún imitador en otras diócesis, como las de Valladolid y Salamanca, pero de menor empuje y vitalidad.

No muy versado Cisneros en estudios de paleografía textual y musical, debió creer más fácil el empeño. Buscó en torno suyo auxiliares competentes y abnegados. Mas, ¿cómo hallarlos si por entonces tales estudios no los cultivaba nadie? Acudió como solución a los párrocos toledanos mozárabes; ellos siquiera tenían la práctica del rito y por tanto, una gran ventaja sobre los demás. Llamando a seis de ellos les encargó llevasen a cabo su proyecto, al cual debieron darse con afán, pues sin mucha tardanza tuvo la comisión los frutos de su ardua labor, disponiendo el texto para el Misal y, posteriormente, para el Breviario Gótico. Este último fue romanizado, incluyendo un calendario invadido por multitud de santos y fiestas nuevas, con rúbricas también romanas, quizá por seguir lo ya usual desde la eliminación de los sacramentos mozarábigos.

En cuanto al canto, mandó Cisneros que aprovechasen todo lo que de antiguo existía, mejor o peor conservado, en los libros de altar y de atril de sus iglesias, ya que por entonces resultaba imposible interpretar un solo neuma de los códices catedralicios medievales. Si con ello no se conseguía todo el ideal, se guardaba al menos un fondo de melodías, todas venerables, bellas no pocas y algunas con un dejo inconfundible del viejo repertorio. Las Preces cuaresmales Miserere et parce, con el recitado simplicísimo de sus versillos, tienen un evidente aire primitivo que difícilmente pudieron inventar hombres del siglo xvi, de gustos musicales tan distintos. Asimismo, el canto del Credo, recitado elemental, cuya concepción dista tanto de los Credos polifónicos de la época, con su complicada urdimbre de voces. Concuerda, en cambio, con el Símbolo y el Gloria ambrosianos, sin pretensiones efectistas, pero aptos para la fácil participación de toda la asamblea, principal misión de la música en las celebraciones litúrgicas.

Como resultado práctico de la restauración de Cisneros, se imprimió en 1505, triste año de la defunción de la Reina Católica, el Misal Mixto mozárabe. A partir de entonces, empezó a cantarse la misa, pues las Constituciones de la Capilla del Corpus Christi, publicadas en Alcalá el 18 de septiembre de 1508, prescriben: "Dígase [el Oficio] por ahora en recto tono, hasta que haya libros de canto. La misa se dirá cantada; los salmos bien dichos a coro, con toda pausa, orden y concierto". Diríase que los dos grandes cantorales estaban ya en uso. No así el más pequeño del Oficio. Es, quizá, el único y primer indicio de los cantorales mozárabes, dispuestos según el nuevo misal denominado mixto, como algún otro romano, no tanto para indicar que representaba una liturgia mixtificada como por creerlo completo. Ahora bien, ¿qué valor puede tener un canto como el de los tres libros cisnerianos de atril? No cabía exigirlo mayor en época de gustos tan distintos a los de la Edad Media. No es menguado el mérito de labor tan ingente como la composición y transcripción de tal volumen de piezas en plazo tan breve de tiempo. Trabajaron los buenos mozárabes como bravos, legándonos un canto en general aceptable, a veces hasta muy bello, siempre que se prescinda en su interpretación de ese ritmo medido, impropio de la tradicional melopea litúrgica, cuyo ritmo es libre y de fácil ejecución.

Ahora bien, el hecho de que los mozárabes de 1500 hubieran elegido este canto indica claramente que guardaban melodías escritas tres o más siglos antes y que no todo lo fiaron a la propia inventiva. Su obra enraizaría en la tradición de las iglesias, no borrada por entero tras el descuaje casi radical del venerable rito. Sin el buen celo de los curas toledanos nada hubiéramos sabido del canto mozárabe. Gracias a ellos, tenemos siquiera algo digno y aceptable. Es de lamentar que los demás ritos latinos no hayan obtenido igual fortuna. Pero ¿tenían los capellanes mozárabes el mismo celo y entusiasmo que Cisneros? Parece que no, según reza el prólogo mismo del nuevo Misal: "a los curas mozárabes sólo les interesa percibir los réditos de la iglesia (non curant nisi de radditibus Ecclesiae percipiendis)." Frase dura la de Ortiz, que bien podía servir de aviso continuo a los que manejaban diariamente el Misal. ¿Les serviría de lección? A juzgar por lo siguiente cabe dudarlo.

Según las Tablas de Declaración del Oficio Mozárabe, publicadas por Francisco de Pisa en Toledo, en 1593, y ahora conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid (CM. 10.001), la suerte que corrió la obra de Cisneros al cabo de unos años no pudo ser más deplorable. Dice el autor sobre el culto en la Capilla: "El orden de cantar también es diferente, por la falta que hay de libros, y en ellos, pocas reglas. Y los que los usan se rigen más por la tradición y uso de los antiguos que por reglas escritas". En resumen, que los libros de Cisneros yacían por los suelos y que aquellas notas largas o breves, aquellas melodías simples o floridas no las apreciaban los capellanes, tal vez por falta de entendimiento.


Restauraciones ulteriores

A fines del siglo xviii, ocupa la silla Primada española el cardenal Francisco Antonio de Lorenzana, hombre de Dios y hombre de letras. Ya en su diócesis mejicana de Puebla trabajó en la anotación y publicación de los escritos de los Padres hispanos, así como de los libros litúrgicos. Por aquella época, resultaba difícil hallar un Misal Mixto, un Breviario Gótico de Cisneros o un Of erencio de altar. El cardenal edita esos tres libros a sus expensas, mejorándolos con la ayuda de códices toledanos. Los dota de un mayor formato y de un papel más dócil para el manejo diario.

Piensa también en el canto y confía su estudio a uno de los racioneros de la catedral, por cierto, nada idóneo para tal cometido. Quizá quiso éste enmendar la plana al mismo Cisneros, pero con nulo resultado, pues todo parece indicar que creía en la existencia de un canto toledano, distinto del mozárabe, cuando, en realidad, sólo cabía elegir entre este último y el romano, empleado a la sazón en el coro catedralicio.

Esta es la última tentativa de restauración del canto mozárabe hasta nuestros días.

El cardenal Guisasola y el deán don Narciso Esténaga facilitaron a los monjes de Silos una fotocopia completa de los tres cantorales cisnerianos para el estudio de los múltiples aspectos encerrados en ellos. Tras dicho estudio, se llegó a la conclusión de que, hoy por hoy y con los elementos conocidos, era imposible establecer un criterio válido de interpretación de los manuscritos mozárabes primitivos. Careciendo en este caso de un solo manuscrito como el alfabético y gregoriano de Mompellier, cuyas notas se traducen por letras, o bien, como los aquitanos de neumas-puntos, elegidos por el monje albeldense para la versión de su palimpsesto, resulta irresoluble el problema esencial del canto mozárabe, a saber: la fijación exacta de la altura de los sonidos. Penetrar en el boscaje neumático mozarábigo sin una brújula precisa de orientación, a modo de clave, es perderse en un laberinto. Antes que caer en el ridículo conviene reconocer humildemente la humana impotencia.

Llegado el año 36 de nuestro siglo, poderes siniestros parecieron conjurados contra el viejo y generoso árbol, plantado y cuidado por la Iglesia hispana. En la Capilla mozárabe poco había que destruir, pero existían capellanes a su servicio diario que fueron muertos sin piedad, como si desapareciendo ellos, hubiera terminado definitivamente una antigualla medieval.

Pasada la guerra civil, volvió a su diócesis toledana el cardenal I. Gomá, quien abrió de nuevo al culto la venerada Capilla del Corpus, prosiguiendo la ruta, ya borrosa, de sus predecesores en la Sede Primada. Nombrados nuevos capellanes, el rito continuó modestamente su milenaria carrera ascensional, recordando pasadas glorias, recién coronadas con nuevos martirios. Finalmente, antes del Vaticano II, por mediación del cardenal Larraona, se concedía a la recién fundada Abadía del Valle de los Caídos amplia facultad pontificia para emplear en su grandiosa cripta-panteón el antiguo rito, salvadas las normas litúrgicas y las exigencias pastorales.


Procedimiento de transcripción

Envuelto en tupida selva neumática, busca el paleógrafo una pista e indicación clara y segura para leer sin vacilación los intervalos muy vagamente indicados en los neumas-acentos de los manuscritos mozárabes. Aquí no se trata de adivinar, la fantasía ès peligrosa. No debe ser éste próblema de ingenio, sino de ciencia paleográfica. Sin embargo, resulta inútil buscar una clave musical o algo equivalente que nos proporcione el medio de transcribir los misteriosos manuscritos. Tampoco existe en éstos el menor indicio de pauta musical que fije la relación de altura de los sonidos entre sí. El copista, que a veces intenta situar las notas en sus propios niveles, no parece hallar el medio, escribiendo arriba neumas que debieran estar abajo.

En consecuencia, hay que buscar otra solución, acudiendo a una notación comparativa que precise el nivel de cada nota y grupo neumático. Dicha solución, la única viable ya en el siglo xi, era escribir las melodías mediante neumas-puntos, colocados en el espacio en su nivel fijo, en lugar de utilizar los imprecisos neurnas-acentos.

Y es lo que, felizmente, se le ocurrió al buen monje anónimo, copista de San Millán de la Cogolla, quien, borrando de la liturgia fúnebre del Liber Ordinum de su salida los neumas-acentos, los sustituyó por los neumas-puntos aquitanos. Mas esto no bastaba para averiguar el nombre de las notas musicales representadas por los neumas. No llegando el talento inventivo del monje a dar con una clave que resolviera el problema, halló para la veintena de piezas de su palimpsesto otro recurso, empleado igualmente en códices de rito romano del mismo monasterio riojano.

De ese procedimiento queda todavía una reminiscencia en los más recientes antifonarios impresos. Al fin de cada antífona leemos estas siglas: E u o u a e, que algún hipersabio dijo ser una aclamación de los cultos paganos a Baco, cuando sólo significan Seculorum Amen. En los manuscritos emilianenses se emplean dos formas, todavía más breves de esta misma aclamación: una simple S, o bien la palabra entera Seculorum, y encima la cadencia musical salmódica, indicación suficiente —y esto es muy importante— de la modalidad de la pieza afectada por la enigmática sigla. Feliz apunte marginal, que sugiere el tono salmódico de la pieza, y con ello, su modalidad e, implícitamente, la nota final: re, mi, fa o sol, según se trate del modo protus, deuterus, tritus o tetrardus.

Con esta simple sugerencia se puede proceder seguramente a la restauración melódica, pues los puntos musicales observan entre sí distancias precisas. Si después de ello, se lee la melodía resultante, pudiéndose comprobar que realmente suena a la modalidad indicada por la sigla seculorum, podemos cantar eureka. El enigma ha cesado.

Cotejando el palimpsesto con el códice silense, escrito en notación neumática de acentos, resalta la mutua correspondencia de ambas escrituras, salvando las consabidas variantes de todo manuscrito. Sin embargo, pudiera filtrarse algún error menudo de transcripción, al quedar de la primera escritura borroncillos confundibles con notas musicales, bien que sólo por excepción.

Este procedimiento fue seguido, con resultados halagüeños, por el padre Casiano Rojo y por mí mismo en la transcripción de la veintena de piezas de canto mozárabe que están contenidas en el manuscrito copiado por el buen monje de San Millán de la Cogolla (ver: C. Rojo y G. Prado, "El canto mozárabe". Barcelona, 1929).


Formas de composición, ritmo y modos en el canto mozárabe

Las formas o géneros de composición melódica mozárabe son más o menos los de toda liturgia cristiana, fundados en los de la Sinagoga hebraica, su fuente principal.

Citemos en primer lugar el simple recitado, peculiar de las lecturas bíblicas y de las oraciones sacerdotales. Abunda también el género letanico. Las letanías son una forma de orar eminentemente práctica y popular, con breves y continuas respuestas o aclamaciones de la asamblea suplicante o laudante. De ahí, que tanto se prodiguen estas respuestas sin peligro de tedio ni cansancio, muy en especial en Viernes Santo y Sábado Santo.

La salmodia, o canto de salmos, se presenta en varias formas, sencillas o solemnes, directas o interrumpidas, según que el salmo o himno discurran estrofa tras estrofa, versillo tras versillo, o bien se entreveren estribillos para mayor interés y variedad y para regusto de textos más sabrosos. De ahí las antífonas sencillas y los ampulosos responsorios, que pueden llevar otro nombre, como el de Sacrificio, un a modo de ofertorio con melodía por lo general muy adornada o melismática, a veces acompañada de infinitos Aleluyas.

La humanidad doliente transpira en esas Preces tan frecuentes, no sólo durante la Cuaresma, sino en mil circunstancias del ciclo litúrgico. Debía ser impresionante oír cantar al pueblo decenas de veces seguidas Kyrie, eleison o, en otras ocasiones, responder cuatro o más veces Deus, miserere, como en estas Preces del bello libro de Horas compostelano: "Ecce nos vigiles deprecatur, Xriste anime votis... defunctis. IIII fra (tres). Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere, Deus miserere".

El género Preces no es exclusivamente español. Tenemos en Roma la Oración de Gelasio y algunas mas en los libros francos. Estas plegarias dialogadas, con dejo tan popular, abundan, sin embargo y con variados títulos, en los Oficios y Misas del rito hispánico.

Así, pues, los géneros de composición melódica son muy diversos, pasando del recitado mas elemental al melisma más opulento, a esos aleluyas interminables, tan airosos, aun en su grafía, como ciertas páginas insuperablemente elegantes de cualquier antifonario mozarábigo.

En cuanto al ritmo, uno de los elementos sustanciales de toda música, puede ser libre o métrico, ritmo del verso o ritmo de la buena prosa. El canto mozárabe, al igual que el romano y el de los demás ritos occidentales y aun orientales, es general y preferentemente libre, libre de las trabas del compás, libre como el águila caudal que planea en las alturas, no como la rueda que se mueve sobre sí misma, libre, finalmente, como la canción popular que en vano intentaríamos encerrar en moldes preconcebidos.

Los primeros documentos musicales sólo autorizan a pensar en ese ritmo binario o ternario, simple, natural, sin perjuicio de que algún himno silábico lleve ritmo medido. En principio, todas las notas poseen igual valor o duración, no admitiendo tiempos breves y largos, como redondas, blancas, negras, corcheas, etc. Norma general del canto litúrgico medieval es el tiempo indivisible. El movimiento rítmico de esta música monódica semeja a la danza o, mejor aún, al buen andar, firme y airoso.

Finalmente, el ritmo libre es más fácil de llevar; más grave y sereno, más idóneo para traducir la oración y hablar con la divinidad en el culto litúrgico.

Al advenir la diafonía y el discanto, el contrapunto y la armonía después, se introdujo e impuso la medida para concertar con mayor facilidad las distintas voces del tejido sonoro, aplicándose el mensuralismo incluso a los recitados más sencillos, lo cual puede verse en los mismos misales romanos. Idéntico sistema irrumpió en los libros mozárabes, introducido por Jiménez de Cisneros. Pero los bravos capellanes y curas mozárabes, ¿harían mucho caso y aprecio de esos multiples valores, escasos como andaban en conocimientos musicales?

Todo ritmo, aun el más elemental, consta de dos tiempos, como el paso al andar: se alza primero un pie, arsis, cae el otro pie, tesis. Dando varios pasos, se obtiene un ritmo compuesto, el ritmo de la frase o período musical. El enlace o sucesión coherente de varios ritmos puede ir de dos en dos notas o de tres en tres, dándose entonces un ritmo medido binario o ternario. 0 bien, esos ritmos binarios o ternarios van mezclados en bello desorden. Es el ritmo compuesto libre, el ritmo habitual de las antiguas melopeas litúrgicas, salvo casos de excepción que confirman la regla. A un texto en prosa le cuadra mejor un ritmo similar, sin andaderas de compás que lo sujeten demasiado.

Los Cantorales mozárabes de Cisneros, nunca bastante estimados, representan un esfuerzo notable, dada la penuria de documentos musicales y de personal idóneo para obra tan ingente como difícil. No pudiendo realizar un perfecto y utópico ideal, prefirió contentarse con lo meramente posible entonces. Y no salió del todo fallido en sus intentos, pues, a parte de melodies de escaso mérito, hay muchas de verdadera calidad musical, y algunas, incluso, con solera e inspiración primitivas. Algo quedaba todavía en los cultos parroquiales toledanos de tanta riqueza heredada de los antiguos Padres.

La teoría mensuralista aplicada al canto gregoriano, tan similar al mozarábigo, estaba, desde un principio y por su propia índole musical, juzgada y sentenciada al fracaso. Por otra parte, los clérigos toledanos, dada su escasa formación en teoría de la música, debían sentirse alarmados ante su incapacidad de interpretar el canto con tino y con soltura. El resultado fue, sin duda, un inaguantable martilleo, la tosca prolongación de los acentos y las constantes corriditas en las sílabas sin acento.

Lo más acertado, lo único viable es el procedimiento de los insignes paleógrafos solesmenses, quienes hace ya muchos años llevaron a su libro Variae Preces unas cuantas melodies selectas de cuadernos mozárabes. Al no disponer de los cantorales cisnerianos, eligieron el habitual ritmo gregoriano, tranquilo y especialmente apto para la plegaria.

Asimismo, la modalidad es uno de los elementos capitales de la música, dependiendo de ella en gran parte la distinta impresión que las melodies causan en el ánimo del oyente, según la distribución de tonos y semitonos en las escalas diatónicas y las notas cadenciales. La modalidad mozárabe apenas difiere de la gregoriana, de la que el gran organista parisino Tournemire escribe c'est le triomphe de l'art modal, con sus diversos tonos mayores y menores, que el agudo experto al punto distingue, adivinando si la composición termina en re, en en fa o en sol.
No sin motivo el compositor elegía, según la índole y sugerencias del texto, una modalidad con preferencia a otra, entre las ocho establecidas, aquel octoecos semejante al bizantino. Cada uno de estos modos o escalas posee un carácter expresivo peculiar, tal como lo enseñaban los viejos preceptistas en la escuela y tal como queda materializado en los capiteles de piedra de la gran abadía de Cluny para ilustración del pueblo iletrado. Método pedagógico este último muy empleado en la Edad Media.


Interpretación vocal y acompañamiento instrumental

Pese a la incultura del Medioevo, la Iglesia procuraba afinar el gusto musical de las gentes, comenzando por la depuración de la voz y recordando que la Escritura recomienda cantar a Yavé, unas veces con suavidad, otras con ruidoso entusiasmo (cum vociferatione); pero siempre bien, bene psallite Deo. Y añadirá san Agustin, tan sensible al arte musical: "bien, no mal; Dios no quiere que ofendas sus oídos" con descuidada emisión fonética.

Los mismos antifonarios sugieren, según los casos, diversos matices de voz: voz sutil, voz humilde y suave y hasta temblorosa (voce tremula). Voz de pregón y mando (voce praeconia), como la del diácono al lanzar a Satanás de los catecúmenos en el bautismo del sábado pascual. Gran educadora la Iglesia, aun en epoca de tanta penuria material y cultural, eleva al pueblo y lo pule, empleando incluso los distintos matices de la voz humana, huyendo de lo salvaje y sensual en el trato, sobre todo, con lo divino, base firme de la misma convivencia del hombre con sus semejantes.

Sin embargo, tales esfuerzos no siempre obtienen el éxito esperado. Frente a alumnos rebeldes a la afinación y a los delicados matices de voz, los maestros de melodía se ven precisados a ironizar y ridiculizar los defectos de emisión. Así, San Eugenio de Toledo, gran educador un día de la juventud zaragozana, intentó corregir los "cantos ya entonces viciados con pésimos resabios" y con defectuosa emisión de voz, que él ridiculiza en una de las páginas más gráficas de sus poemas, comparándolos a los ruidos de diversos animales. En los prólogos en verso del Antifonario de León se dice: "Unos arañan el tímpano con su ronquedad; otros rompen las cuerdas de la faringe, hasta perder el resuello su mísero pecho; estos con sus visajes lanzan hirientes rugidos, aquéllos rebuznan como el asno, aúllan como el zorro con hórrida voz. Mas lo que al hombre irrita, a Dios no agrada". Evocación, sin duda, de aquel poema eugeniano, titulado De voce hominis absona, en donde se enumeran más voces de brutos animales, que el hombre no puede imitar y menos en sus relaciones con Dios.

En cuanto al acompañamiento instrumental, se conocían y usaban en la España mozárabe varios instrumentos musicales, que ya san Isidoro, en sus Etimologías, enumera y describe, pero más pensando en el libro de Daniel y en el salmo 150 —doxología final del Salterio—, que en su empleo en las iglesias. Lo propio ocurría con los miniaturistas de los Apocalipsis del beato liebanés y de las Biblias visigóticas. Quizás, el uso de instrumentos se consideraba como censurable profanidad en el culto cristiano, más austero que el hebraico. De hecho, en nuestras mismas catedrales, aun teniendo grandes órganos, se tardó mucho en acompañar con ellos la salmodia, lo que al fin se impuso para remediar la frecuente desafinación de las voces humanas.

Lo verdaderamente admitido fue la campana o esquilón (signum en latín, sino en portugués). Un códice la muestra en la torre de Távara, pulsada desde abajo por el monje sacristán, quien tira de la soga convocando a los fieles a la oración.

¿Se usaban en las iglesias gótico-mozárabes instrumentos musicales? A ello incitan los salmos, especialmente el 150 y último del salterio, donde se menciona el adufe, la cítara, la cuerda, la trompeta, el címbalo y el órgano. En Daniel (3,15) se enumeran otros instrumentos con que se llamaba a adorar a la gigantesca estatua erigida por el rey Nabucodonosor: cuerno, sambuca, zampoña, etc. Pero san Isidoro menciona todavía más instrumentos, como la lira clásica, el sistro egipcio, la tibia o flauta, la fístula o caramillo, el arpa y el raro pandurio (pandero o pandereta).


Cantos comparados

La penuria de documentos musicales con notación legible no permite establecer comparaciones entre el canto mozárabe y los demás occidentales, romano, galicano y ambrosiano.

Del rito romano tomaron los españoles no pocas fórmulas de plegaria, sobre todo el Sacramentario Gelasiano. Algunas melodías romanas, con su propia letra, pasaron a los libros mozárabes que usaron su misma grafía de acentos combinados, formando un bello arabesco grato de ver, pero mudo en su significado. Parece que quieren hablar; sin embargo, se cierran en un absoluto y secreto mutismo. Otro tanto sucede con los vetustos neumas de cualquiera de las notaciones orientales u occidentales. Hemos, pues, de contentarnos con las migajas caídas de la mesa del rico epulón, so pena de quedarnos, no sólo insaciados, sino con hambre canina.

Frecuentemente, la melopea ambrosiana es idéntica a la romana, así como los textos litúrgicos, pero ampliada con interminables floreos, en contraste con la sobriedad característica de la línea gregoriana.

También la corriente melódica mozárabe se muestra caudalosa, lo mismo que las oraciones, de singular extensión y opulencia frente a la mesura de las romanas. La liturgia romana semejaría un jardín bien cuidado, la ambrosiana y mozarábiga un bosque delicioso con toda la exuberancia y espontaneidad de la naturaleza virgen. El aspecto gráfico de ciertas páginas con sus neumas alborotados, que trepan a veces por el margen de la página o se encrespan en aleluyáticos melismas, nos retrotraen a pretéritas edades de angustiada fe o de cálido entusiasmo, nota peculiar de los dieciséis primeros siglos de la historia de la Península Ibérica.

Si varios de estos instrumentos figuran en portadas y capiteles, sobre todo en los Apocalipsis del Beato, con tantas y tan bellas miniaturas, bien pudieron emplearse en el culto, tal como más tarde se utilizaría la danza sagrada y aún ahora se admite en ciertas fiestas populares en honor de la Eucaristía y de los santos patronos del lugar. Pero menos probable es que se acompañasen con instrumentos las melodías propiamente dichas.