Els Viatges de Tirant lo Blanch / Capella de Ministrers
Tirante el Blanco, novela sin fronteras · Mario Vargas Llosa
Tirante el Blanco y la representación de la caballería · Rafael Beltrán














Tirante el Blanco, novela sin fronteras
Mario Vargas Llosa




Tirante el Blanco tiende un puente entre la Edad Media y el Renacimiento, pues en sus páginas la tradición caballeresca de la novela de aventuras, con su desmesura anecdótica y lo rudimentario de la construcción, se refina y enriquece con sutilezas formales, humor e ironías que anuncian ya la gran literatura narrativa del Siglo de Oro, y muy especialmente a Cervantes, lector aprovechado de Joanot Martorell, a quien homenajeó en el Quijote salvando a su novela de la quema inquisitorial y llamándola "el mejor libro del mundo".

Aunque nacida dentro de la novela de caballerías, Tirante el Blanco va mucho más lejos que sus congéneres pues el espíritu que la anima, su amplitud de miras y la riqueza de su factura artística le confieren un semblante de modernidad del que carecen las otras, incluso las mejores, como el Amadís de Gaula o Tristán de Leonís. Por eso, la gran novela valenciana, que durante muchos siglos estuvo, por prejuicios absurdos y una política represora contra la lengua en que fue escrita, injustamente arrinconada en bibliotecas y academias, lejos del gran público, ha hecho su reingreso en la vida literaria contemporánea por todo lo alto, conquistando en los últimos treinta arios, en su lengua original y en viejas o nuevas traducciones —al castellano, el alemán, el italiano y el francés, entre ellas— no sólo el interés de la crítica universitaria, también el de esos lectores comunes y corrientes que son los que mantienen a los libros vivos, lozanos y cambiantes o, con su indiferencia, los convierten en piezas de museo.

Nada más justo que los lectores de distintos países de la Europa que en estos años trata de disolver sus fronteras y unirse en una comunidad fraterna, multicultural y multirracial, descubran los méritos de esta ambiciosa novela que merece, como pocas, ser calificada de europea. Porque media Europa y todo el Mediterráneo son el escenario por el que se desplaza como por su casa el protagonista de la historia, un hombre que se siente en su patria por igual en Inglaterra o en Bretaña, en Grecia o en España, y que no reconoce otras fronteras entre los seres humanos que las que separan el honor del deshonor, la belleza de la fealdad y la valentía de la cobardía. Es verdad que, en lo que se refiere a la religión, tabú supremo de esa época de ortodoxias impuestas por la espada y el tormento, no puede mostrar la flexibilidad de que hace gala en lo tocante a las lenguas, las culturas, las costumbres y los ritos de las distintas sociedades por las que circula —la separación entre los creyentes de la verdadera religión y los infieles de la secta mahomética" es la más rígida en el libro—, pero, incluso en Tirante el Blanco hay cierto prurito de imparcialidad, pues los reyes y príncipes musulmanes tienen tanto derecho a expresarse y exponer sus creencias como los cristianos, y figuran entre ellos figuras dignas y simpáticas (aunque siempre terminan por desertar su fe y convertirse al cristianismo).

Tirante el Blanco es una novela sin fronteras en muchos sentidos, además del literal de no estar confinada en un solo país o región. Lo es, también, porque en ella alienta ese afán totalizador de las grandes novelas de todos los tiempos que como el Quijote, La guerra y la paz, la Comedia Humana, Moby Dick o la saga de Faulkner parecen querer emular al Ser Supremo en la creación de un mundo tan diverso, complejo y autosuficiente como el mundo real, de una ficción que compita con la vida en su proliferante variedad. Por eso, Tirante el Blanco produce en el lector que se sumerge en su oceánica lectura una sensación de vértigo: ante sus ojos y sus fantasía desfila un universo, como en la pequeña pantalla ideada por Borges en El Aleph donde comparece todo lo que ha sido, es y será.

Novel épica y de costumbres, realista y fantástica, militar y erótica, risueña y sentimental, puede ser abordada desde cualquier perspectiva sin que ninguno de los prismas elegidos para analizarla agote su proteica riqueza. Aunque Martorell se valió, para escribirla, de todo el arsenal de temas y tópicos imperantes en la cultura de su tiempo, su novela es mucho más que un reflejo más o menos fiel de la literatura y el mundo que lo formó. Él le impuso un sello propio a partir de sus experiencias, manías y obsesiones personales, lo que le da un perfil que se distingue nítidamente de otras novelas de aventuras de su época, a menudo indiferenciables. Aunque esto se advierte en muchos órdenes, como el del humor, la ironía y ese realismo cotidiano que colorea ciertos episodios, acaso sea en el tratamiento de la vida del cuerpo y los sentidos, de la experiencia sexual, donde Tirante el Blanco nos sorprende más, por la insólita libertad con que en sus páginas los personajes reivindican sus deseos y se entregan al goce carnal sin remilgos ni remordimientos, como a una exaltante fiesta. Y es también notable
la manera como en este libro sale a la superficie el más profundo trasfondo de la vida psicológica, lo que sólo siglos más tarde se describirá como la dimensión inconsciente de la personalidad, esa oscura matriz del espíritu donde se forjan las raíces de la conducta humana.

Pero, acaso, destacar todos estos aspectos relevantes e innovadores de Tirante el Blanco sea menos importante que subrayar lo amena y regocijante que es como novela, lo inesperado y suntuoso de sus aventuras y la rica orfebrería con que se despliegan sus ceremonias, la desmesura con que sus personajes viven sus pasiones y satisfacen sus apetitos. Es verdad que, a veces, la narración se alarga demasiado y que los discursos y parlamentos de los personajes —todos ellos padecen de ecolalia y diarrea verbal, al igual que el narrador— pueden ser excesivos, pero esas larguras eventuales están más que compensadas por la gracia y la elegancia que derrochan innumerables episodios —todos aquellos donde aparece la bella y gentil alcahueta Plazer de mi Vida son una pura delicia— y por el dramatismo épico de sus combates y pasos de armas que nos hacen vivir las acciones guerreras como si estuviéramos en el corazón de la contienda.

Una serie de documentos aparecidos en los últimos años, con nuevos datos sobre la biografía del autor de Tirante el Blanco, el elusivo Joanot Martorell, nos revelan que, además de los desafíos y cartas de batalla que envió a algunos adversarios, hubo en su vida credenciales poco aleccionadoras y que fue un aventurero mezclado en hechos violentos y con cuentas que saldar con la justicia. Tal vez sin haber pasado por ello Joanot Martorell no hubiera podido fantasear una vida tan tremebunda, tan espléndida y tan brutal como la de Tirante. Y todavía menos referirla con la cercanía expresiva y el realismo hechicero con que lo hizo.








Tirante el Blanco y la representación de la caballería
Rafael Beltrán



"¡Pero si parece una novela del siglo xix!" La voz de alarma la disparaba hace medio siglo el ilustre académico, crítico y poeta Dámaso Alonso. Pero este grito de sincera admiración era también una claudicación perpleja ante la monumentalidad de la que ha ganado ya la consideración unánime como más grande, mejor y más representativo testimonio novelesco de todo el siglo xv europeo. Más antiguas que las de Dámaso Alonso son las conocidas alabanzas del cura del Quijote:

-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí está Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (I, 6).

Efectivamente, estas dos impresiones básicas provoca la novela entre aquellos que se dejan arrastrar por el atractivo de las aventuras del inolvidable héroe bretón. Por una parte, encontramos una mezcla entre tradición literaria y modernidad, lo que se espera de la lectura de un clásico. Es decir, estamos ante una novela genuinamente medieval —que representa como ninguna otra el espíritu de lo que Johan Huizinga llamó el "otoño de la Edad Media"—, pero parece escrita con el detalle psicológico y descriptivo del siglo xix. Por otra parte, encontramos una verdadera caja de sorpresas, de peripecias, de acción bélica, de amores apasionados, de lisonjera retórica, de sonrisas y de entretenimiento. Como decía Cervantes, "un tesoro de contento" y una "mina de pasatiempos".

Justamente por el respeto que supone la monumentalidad de un clásico como Tirante el Blanco, la tarea de construir un guión "escénico" como base para musicar la obra de Joanot Martorell, los viajes de Tirante, y ofrecer esta versión a un público interesado lo más amplio posible suponía un reto verdaderamente motivador. La historia de las interpretaciones y versiones extra-textuales de Tirante el Blanco es muy reciente, pero ya muy intensa. Tirante el Blanco ha tenido varias versiones teatrales (de M. Aurèlia Capmany, 1972; Francisco Nieva, 1987, y Josep Maria Benet i Jornet, 1989); de ópera (El triunfo de Tirant, 1992, con música de Amando Blanquer y libreto de Josep Lluís Sirera y Rodolf Sirera, 1992; la versión de Calisto Bieito y March Rosich, 2008); de ópera bufa (con texto de Joan Sales y música de Joan Altisent, 1974); de poema sinfónico (compuesto por Antonio Faus, 2010), de cantata para coro infantil (con música de Antoni Ros Marbà y texto de Núria Albó, 2003); de cine (la versión de Vicente Aranda, 2006), de ballet (obra compuesta por Leonora Milk 1979). Pero faltaba un seguimiento o acompañamiento musical de la totalidad de la novela, un proyecto de investigación musical planteado desde el si de la obra y desde el contexto cultural de la Europa del gótico, de la Europa del siglo
xv.

Para sugerir una coherencia entre texto y tratamiento musical, acordamos mantener una fidelidad estricta con respecto al argumento básico de la obra. Y, así se divide en seis grandes secuencias o movimientos, que tienen como leitmotiv recurrente los viajes de Tirante por el Mediterráneo, hacia el amor e incluso hacia la muerte, por las vías de una caballería que era una de las pocas atalayas posibles para adquirir un conocimiento orgánico del mundo, claro está que desde la perspectiva de la nobleza. Estos movimientos coinciden con las seis partes de división tradicional de la novela: La tradición caballeresca, Tirante en Inglaterra, Tirante en Sicilia y Rodas, Tirante en el imperio griego, Tirante en Africa y El amor y la muerte. Se incluyen y encontraremos distribuidos algunos de los episodios principales de la obra, algunos de los "cráteres activos", como los denomina Mario Vargas Llosa cuando se refiere a ellos, es decir, algunos de los capítulos de mayor intensidad dramática o de más alta concentración de acción, vivencias y energía literaria. Cráteres con fuegos todavía encendidos que provocan llamas musicales. Así, los lectores y oyentes que desconocen el texto identificarán, por una parte, los hilos más gruesos o nudos de la urdimbre novelesca; y contarán, por otra parte, con una especie de brújula para navegar y disfrutar gran parte del argumento de la novela, entre el mar a veces inalcanzable de las mil páginas de la obra, con toda una serie de hipotéticas pero plausibles aproximaciones estéticas al mundo del otoño caballeresco.

De esta forma, por ejemplo, en la primera secuencia, la que podríamos denominar de apertura, tanto novelesca como dramática y musical, reunimos cuatro escenas —la selección no ha sido fácil— como puntos neurálgicos:
(1) El autor ante su obra, con la idea de preparación de la novela mediante la imagen vagamente tópica del escritor que medita y se plantea su proyecto literario para ordenar un caos vital, el disparate de su vida en Valencia, tras muchos años de ausencia, y acude entonces al mundo ordenado de la caballería.
(2) La partida del conde Guillén de Varoyque en peregrinación, que nos sirve para presentar la historia del "padre simbólico" y modelo interno de Tirante, pero también para entender la estructura de la novela como obra artística. Porque este pórtico narrativo funciona como la parte superior de un retablo gótico, es decir, como el ámbito celeste, distanciado y que domina el resto del conjunto pictórico, aquello que nos permite entender mejor el talante estólido y románico del Personaje Varoyque.
(3) El regreso de incógnito del conde de Varoyque nos adentra en el corazón de la novela medieval épica y hagiográfica, la que Martorell apreció y superó. Y la escena alude a algunos de los temas tópicos principales: el viaje a Jerusalén, la lucha contra el infiel, la ficción verosímil (la obvia falsedad histórica del ataque musulmán a Inglaterra), el disfraz, el incógnito, la liberación con estrategias e ingenios de guerra, la anagnórisis y la retirada final a la ermita. Por último,
(4) La lección del ermitaño da idea del proceso de enseñanza y aprendizaje, es decir de reproducción ideológica, cuando Tirante le confiesa a Varoyque —ya no conde, sino ermitaño— su desconocimiento de lo que es exactamente la orden de caballería.
Y un variado conjunto de piezas musicales, peninsulares e internacionales, cantadas e instrumentales (el Ave Maris Stella de Dunstable, el anónimo Alla bataglia, L'homme armée...), subrayarán el sentido artístico de las cuatro escenas literarias, desde las reflexiones previas de la apertura hasta la articulación del discurso religioso y caballeresco que domina toda esta sección de la obra.

Una aproximación crítica- y musicalmente moderna a la obra de Martorell debía tratar de reflejar la impresión de pluralidad que transmite la realidad novelesca Tanto un historiador de la literatura como un músico tendrán que interpretar la realidad del pasado, igual que hace el lector y el oyente común —claro está que los primeros con una perspectiva más especializada—, y tendrán que ordenar el alud casi inalcanzable de información que proporciona una enciclopedia y manual perfecto de usos, costumbres y retórica caballeresca como es Tirante el Blanco. Esto sí, con la alerta encendida para no reducir esta naturaleza heterogénea a formulas interpretativas globales, ni a códigos opacos. Texto poliédrico, pues, que proviene del aprovechamiento de materiales múltiples, ricos y valiosos, clásicos y modernos.

El propio protagonista no es un héroe, no constituido como una estatua hierática o románica de una sola pieza. Por eso, en un determinado momento de la novela, el narrador, hablando de Tirante, prorrumpe en una encendida alabanza:

No creo que en ningún tiempo más hermoso golpe oviessen hecho los famosos cavalleros passados: Hércoles, Archiles, Troylos, Étor, ni el buen Paris, Sansón, ni Judas Macabeo, Galván, Lançarote, Tristán, ni el esforçado Teseo (cap. 344)
versión castellana de la obra de Joanot Martorell, impresa en Valladolid en 1511

Y es que el libro de caballerías, como dice el canónigo de Toledo en Don Quijote:

Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor [...], la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos. (I, XLVIII)

Evidentemente, Joanot Martorell optó por meter "todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre" en la figura de un único caballero: Tirante el Blanco. La improvisada lista de Martorell nos revela con claridad las preferencias del autor valenciano por los modelos clásicos de la materia troyana (Hércules, Aquiles, Troilo, Hector, Paris) y de la materia bretona o artúrica (Galván, Lancelote, Tristán). Tirante mantendrá coincidencias con el castellano Amadís de Gaula, a causa de los orígenes franceses comunes. Pero Tirante no tiene unos parámetros de imitación históricos caballerescos únicos. Es creación vernácula y original, elaboración cultural y artística de nueva planta. Emula a Roger de Flor cuando conquista Constantinopla, cuando llega a César del imperio y cuando muere, como Roger, en Adrianópolis; pero emula al rumano János Hunyadi, vencedor de los turcos en 1448 y 1456, caballero "Blanco" o conde "Blanco", como lo llamaban por confusión con "valac"; y también imita a Pedro Vázquez de Saavedra, famoso caballero gallego o castellano. Y todos estos modelos no son ni exclusivos ni incompatibles entre ellos.

Y, si volvemos a la lista de la novela, pero con respecto a la vertiente sentimental, Tirante debe mucho —sin hacer cuenta de Ovidio, Séneca o Boccaccio— a los comportamientos amorosos no tan conocidos por nosotros pero sí familiares para el lector medieval de Aquiles, Jasón o incluso Hércules. Cuando Tirante se feminiza, protege y esconde entre la ropa de Carmesina y sus doncellas, y cae en el ridículo más atroz, no hace más que imitar la debilidad del gran Hércules sometido patéticamente a la voluntad de Ónfale, la reina de Lidia. Y también sigue el camino de Aquiles cuando este se enamora perdidamente de Políxena, llora desconsolado su desgracia y lamenta su inferioridad respecto a la amada con parecidas, si no idénticas, palabras a las de Tirante cuando este se refiere acomplejado de la excelsitud de Carmesina.

"Hablar de Tirante el Blanco es, si contamos con este alud de materiales, con esta biblioteca mental de Joanot Martorell, hablar de novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica..." (como dice Vargas Llosa). Y reconocer esta formación de miscelánea de Tirante el Blanco significa aceptar la polifonía de la obra y, por lo tanto, sentirse libres para incluir registros diversos: de desfile militar, de danza (como la de Oriola), de lamentatio (Dufay) o de fiesta (Brudieu), a veces incluso con referencia concreta y explícita a determinados episodios. Por ejemplo, "La Viuda" de Mateo Flecha remite al episodio de la Viuda Reposada, y el contrafactum de "Ferido está don Tristán" a la escena cuando la Emperatriz canta a Hipólito justamente un "romanze de Don Tristán", es decir una más que probable version de "Ferido está don Tristán".

Las piezas musicales enfocan, así, con nuevas iluminaciones, las caras diferentes del brillante poliedro novelesco. Nos hacen viajar, persiguiendo al personaje heroico, no solo desde Inglaterra hasta Oriente, por el Mediterráneo de la guerra, de la paz, del comercio, de la cultura, sino desde las prácticas caballerescas de la materia de Bretaña hasta la acción del proselitismo cruzado, entre los extremos del refinamiento cortesano y la violencia más brutal, pasando por el bizantinismo de la peripecia africana (la pérdida, el mar, la Fortuna, la anagnórisis). Y nos hacen recorrer las vías del documento realista (el reflejo a veces fotográfico de los espectáculos y los incidentes cotidianos de las cortes), los matices de la psicología amorosa, la rotundidad de la palabra de los caballeros, la persuasión de las mujeres... Siempre con la palabra como evidencia constatable de una realidad de comunicación y cultura, de ambiciones y progreso. Palabra que tenemos la fortuna de conservar gracias al texto literario de Martorell, pero que debía de ir muchas veces acompañada de unas armonías musicales que nos obligan a hacer el ejercicio de imaginar.