Tirante el Blanco, novela sin fronteras
Mario Vargas Llosa
Tirante el Blanco tiende un puente entre la Edad Media y el
Renacimiento, pues en sus páginas la tradición
caballeresca de la novela de aventuras, con su desmesura
anecdótica y lo rudimentario de la construcción, se
refina y enriquece con sutilezas formales, humor e ironías que
anuncian ya la gran literatura narrativa del Siglo de Oro, y muy
especialmente a Cervantes, lector aprovechado de Joanot Martorell, a
quien homenajeó en el Quijote salvando a su novela de la
quema inquisitorial y llamándola "el mejor libro del mundo".
Aunque nacida dentro de la novela de caballerías, Tirante el
Blanco va mucho más lejos que sus congéneres pues el
espíritu que la anima, su amplitud de miras y la riqueza de su
factura artística le confieren un semblante de modernidad del
que carecen las otras, incluso las mejores, como el Amadís de
Gaula o Tristán de Leonís. Por eso, la gran novela
valenciana, que durante muchos siglos estuvo, por prejuicios absurdos y
una política represora contra la lengua en que fue escrita,
injustamente arrinconada en bibliotecas y academias, lejos del gran
público, ha hecho su reingreso en la vida literaria
contemporánea por todo lo alto, conquistando en los
últimos treinta arios, en su lengua original y en viejas o
nuevas traducciones —al castellano, el alemán, el italiano
y el francés, entre ellas— no sólo el
interés de la crítica universitaria, también el de
esos lectores comunes y corrientes que son los que mantienen a los
libros vivos, lozanos y cambiantes o, con su indiferencia, los
convierten en piezas de museo.
Nada más justo que los lectores de distintos países de la
Europa que en estos años trata de disolver sus fronteras y
unirse en una comunidad fraterna, multicultural y multirracial,
descubran los méritos de esta ambiciosa novela que merece, como
pocas, ser calificada de europea. Porque media Europa y todo el
Mediterráneo son el escenario por el que se desplaza como por su
casa el protagonista de la historia, un hombre que se siente en su
patria por igual en Inglaterra o en Bretaña, en Grecia o en
España, y que no reconoce otras fronteras entre los seres
humanos que las que separan el honor del deshonor, la belleza de la
fealdad y la valentía de la cobardía. Es verdad que, en
lo que se refiere a la religión, tabú supremo de esa
época de ortodoxias impuestas por la espada y el tormento, no
puede mostrar la flexibilidad de que hace gala en lo tocante a las
lenguas, las culturas, las costumbres y los ritos de las distintas
sociedades por las que circula —la separación entre los
creyentes de la verdadera religión y los infieles de la secta
mahomética" es la más rígida en el libro—,
pero, incluso en Tirante el Blanco hay cierto prurito de
imparcialidad, pues los reyes y príncipes musulmanes tienen
tanto derecho a expresarse y exponer sus creencias como los cristianos,
y figuran entre ellos figuras dignas y simpáticas (aunque
siempre terminan por desertar su fe y convertirse al cristianismo).
Tirante el Blanco es una novela sin fronteras en muchos
sentidos, además del literal de no estar confinada en un solo
país o región. Lo es, también, porque en ella
alienta ese afán totalizador de las grandes novelas de todos los
tiempos que como el Quijote, La guerra y la paz, la Comedia Humana,
Moby Dick o la saga de Faulkner parecen querer emular al Ser
Supremo en la creación de un mundo tan diverso, complejo y
autosuficiente como el mundo real, de una ficción que compita
con la vida en su proliferante variedad. Por eso, Tirante el Blanco
produce en el lector que se sumerge en su oceánica lectura una
sensación de vértigo: ante sus ojos y sus fantasía
desfila un universo, como en la pequeña pantalla ideada por
Borges en El Aleph donde comparece todo lo que ha sido, es y
será.
Novel épica y de costumbres, realista y fantástica,
militar y erótica, risueña y sentimental, puede ser
abordada desde cualquier perspectiva sin que ninguno de los prismas
elegidos para analizarla agote su proteica riqueza. Aunque Martorell se
valió, para escribirla, de todo el arsenal de temas y
tópicos imperantes en la cultura de su tiempo, su novela es
mucho más que un reflejo más o menos fiel de la
literatura y el mundo que lo formó. Él le impuso un sello
propio a partir de sus experiencias, manías y obsesiones
personales, lo que le da un perfil que se distingue nítidamente
de otras novelas de aventuras de su época, a menudo
indiferenciables. Aunque esto se advierte en muchos órdenes,
como el del humor, la ironía y ese realismo cotidiano que
colorea ciertos episodios, acaso sea en el tratamiento de la vida del
cuerpo y los sentidos, de la experiencia sexual, donde Tirante el
Blanco nos sorprende más, por la insólita libertad
con que en sus páginas los personajes reivindican sus deseos y
se entregan al goce carnal sin remilgos ni remordimientos, como a una
exaltante fiesta. Y es también notable
la manera como en este libro sale a la superficie el más
profundo trasfondo de la vida psicológica, lo que sólo
siglos más tarde se describirá como la dimensión
inconsciente de la personalidad, esa oscura matriz del espíritu
donde se forjan las raíces de la conducta humana.
Pero, acaso, destacar todos estos aspectos relevantes e innovadores de Tirante
el Blanco sea menos importante que subrayar lo amena y regocijante
que es como novela, lo inesperado y suntuoso de sus aventuras y la rica
orfebrería con que se despliegan sus ceremonias, la desmesura
con que sus personajes viven sus pasiones y satisfacen sus apetitos. Es
verdad que, a veces, la narración se alarga demasiado y que los
discursos y parlamentos de los personajes —todos ellos padecen de
ecolalia y diarrea verbal, al igual que el narrador— pueden ser
excesivos, pero esas larguras eventuales están más que
compensadas por la gracia y la elegancia que derrochan innumerables
episodios —todos aquellos donde aparece la bella y gentil
alcahueta Plazer de mi Vida son una pura delicia— y por el
dramatismo épico de sus combates y pasos de armas que nos hacen
vivir las acciones guerreras como si estuviéramos en el
corazón de la contienda.
Una serie de documentos aparecidos en los últimos años,
con nuevos datos sobre la biografía del autor de Tirante el
Blanco, el elusivo Joanot Martorell, nos revelan que, además
de los desafíos y cartas de batalla que envió a algunos
adversarios, hubo en su vida credenciales poco aleccionadoras y que fue
un aventurero mezclado en hechos violentos y con cuentas que saldar con
la justicia. Tal vez sin haber pasado por ello Joanot Martorell no
hubiera podido fantasear una vida tan tremebunda, tan espléndida
y tan brutal como la de Tirante. Y todavía menos referirla con
la cercanía expresiva y el realismo hechicero con que lo hizo.
Tirante el Blanco y la representación de la caballería
Rafael Beltrán
"¡Pero si parece una novela del siglo xix!" La voz de alarma la
disparaba hace medio siglo el ilustre académico, crítico
y poeta Dámaso Alonso. Pero este grito de sincera
admiración era también una claudicación perpleja
ante la monumentalidad de la que ha ganado ya la consideración
unánime como más grande, mejor y más
representativo testimonio novelesco de todo el siglo xv europeo.
Más antiguas que las de Dámaso Alonso son las conocidas
alabanzas del cura del Quijote:
-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-.
¡Que aquí está Tirante el Blanco! Dádmele
acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un
tesoro de contento y una mina de pasatiempos (I, 6).
Efectivamente, estas dos impresiones básicas provoca la novela
entre aquellos que se dejan arrastrar por el atractivo de las aventuras
del inolvidable héroe bretón. Por una parte, encontramos
una mezcla entre tradición literaria y modernidad, lo que se
espera de la lectura de un clásico. Es decir, estamos ante una
novela genuinamente medieval —que representa como ninguna otra el
espíritu de lo que Johan Huizinga llamó el "otoño
de la Edad Media"—, pero parece escrita con el detalle
psicológico y descriptivo del siglo xix. Por otra parte,
encontramos una verdadera caja de sorpresas, de peripecias, de
acción bélica, de amores apasionados, de lisonjera
retórica, de sonrisas y de entretenimiento. Como decía
Cervantes, "un tesoro de contento" y una "mina de pasatiempos".
Justamente por el respeto que supone la monumentalidad de un
clásico como Tirante el Blanco, la tarea de construir un
guión "escénico" como base para musicar la obra de Joanot
Martorell, los viajes de Tirante, y ofrecer esta versión a un
público interesado lo más amplio posible suponía
un reto verdaderamente motivador. La historia de las interpretaciones y
versiones extra-textuales de Tirante el Blanco es muy reciente,
pero ya muy intensa. Tirante el Blanco ha tenido varias
versiones teatrales (de M. Aurèlia Capmany, 1972; Francisco
Nieva, 1987, y Josep Maria Benet i Jornet, 1989); de ópera (El
triunfo de Tirant, 1992, con música de Amando Blanquer y
libreto de Josep Lluís Sirera y Rodolf Sirera, 1992; la
versión de Calisto Bieito y March Rosich, 2008); de ópera
bufa (con texto de Joan Sales y música de Joan Altisent, 1974);
de poema sinfónico (compuesto por Antonio Faus, 2010), de
cantata para coro infantil (con música de Antoni Ros
Marbà y texto de Núria Albó, 2003); de cine (la
versión de Vicente Aranda, 2006), de ballet (obra compuesta por
Leonora Milk 1979). Pero faltaba un seguimiento o acompañamiento
musical de la totalidad de la novela, un proyecto de
investigación musical planteado desde el si de la obra y desde
el contexto cultural de la Europa del gótico, de la Europa del
siglo
xv.
Para sugerir una coherencia entre texto y tratamiento musical,
acordamos mantener una fidelidad estricta con respecto al argumento
básico de la obra. Y, así se divide en seis grandes
secuencias o movimientos, que tienen como leitmotiv recurrente
los viajes de Tirante por el Mediterráneo, hacia el amor e
incluso hacia la muerte, por las vías de una caballería
que era una de las pocas atalayas posibles para adquirir un
conocimiento orgánico del mundo, claro está que desde la
perspectiva de la nobleza. Estos movimientos coinciden con las seis
partes de división tradicional de la novela: La
tradición caballeresca, Tirante en Inglaterra, Tirante en
Sicilia y Rodas, Tirante en el imperio griego, Tirante en Africa y El
amor y la muerte. Se incluyen y encontraremos distribuidos algunos
de los episodios principales de la obra, algunos de los
"cráteres activos", como los denomina Mario Vargas Llosa cuando
se refiere a ellos, es decir, algunos de los capítulos de mayor
intensidad dramática o de más alta concentración
de acción, vivencias y energía literaria. Cráteres
con fuegos todavía encendidos que provocan llamas musicales.
Así, los lectores y oyentes que desconocen el texto
identificarán, por una parte, los hilos más gruesos o
nudos de la urdimbre novelesca; y contarán, por otra parte, con
una especie de brújula para navegar y disfrutar gran parte del
argumento de la novela, entre el mar a veces inalcanzable de las mil
páginas de la obra, con toda una serie de hipotéticas
pero plausibles aproximaciones estéticas al mundo del
otoño caballeresco.
De esta forma, por ejemplo, en la primera secuencia, la que
podríamos denominar de apertura, tanto novelesca como
dramática y musical, reunimos cuatro escenas —la
selección no ha sido fácil— como puntos
neurálgicos:
(1) El autor ante su obra, con la idea de preparación de
la novela mediante la imagen vagamente tópica del escritor que
medita y se plantea su proyecto literario para ordenar un caos vital,
el disparate de su vida en Valencia, tras muchos años de
ausencia, y acude entonces al mundo ordenado de la caballería.
(2) La partida del conde Guillén de Varoyque en
peregrinación, que nos sirve para presentar la historia del
"padre simbólico" y modelo interno de Tirante, pero
también para entender la estructura de la novela como obra
artística. Porque este pórtico narrativo funciona como la
parte superior de un retablo gótico, es decir, como el
ámbito celeste, distanciado y que domina el resto del conjunto
pictórico, aquello que nos permite entender mejor el talante
estólido y románico del Personaje Varoyque.
(3) El regreso de incógnito del conde de Varoyque nos
adentra en el corazón de la novela medieval épica y
hagiográfica, la que Martorell apreció y superó. Y
la escena alude a algunos de los temas tópicos principales: el
viaje a Jerusalén, la lucha contra el infiel, la ficción
verosímil (la obvia falsedad histórica del ataque
musulmán a Inglaterra), el disfraz, el incógnito, la
liberación con estrategias e ingenios de guerra, la
anagnórisis y la retirada final a la ermita. Por último,
(4) La lección del ermitaño da idea del proceso
de enseñanza y aprendizaje, es decir de reproducción
ideológica, cuando Tirante le confiesa a Varoyque —ya no
conde, sino ermitaño— su desconocimiento de lo que es
exactamente la orden de caballería.
Y un variado conjunto de piezas musicales, peninsulares e
internacionales, cantadas e instrumentales (el Ave Maris Stella
de Dunstable, el anónimo Alla bataglia, L'homme armée...),
subrayarán el sentido artístico de las cuatro escenas
literarias, desde las reflexiones previas de la apertura hasta la
articulación del discurso religioso y caballeresco que domina
toda esta sección de la obra.
Una aproximación crítica- y musicalmente moderna a la
obra de Martorell debía tratar de reflejar la impresión
de pluralidad que transmite la realidad novelesca Tanto un historiador
de la literatura como un músico tendrán que interpretar
la realidad del pasado, igual que hace el lector y el oyente
común —claro está que los primeros con una
perspectiva más especializada—, y tendrán que
ordenar el alud casi inalcanzable de información que proporciona
una enciclopedia y manual perfecto de usos, costumbres y
retórica caballeresca como es Tirante el Blanco. Esto
sí, con la alerta encendida para no reducir esta naturaleza
heterogénea a formulas interpretativas globales, ni a
códigos opacos. Texto poliédrico, pues, que proviene del
aprovechamiento de materiales múltiples, ricos y valiosos,
clásicos y modernos.
El propio protagonista no es un héroe, no constituido como una
estatua hierática o románica de una sola pieza. Por eso,
en un determinado momento de la novela, el narrador, hablando de
Tirante, prorrumpe en una encendida alabanza:
No creo que en ningún tiempo más hermoso golpe oviessen
hecho los famosos cavalleros passados: Hércoles, Archiles,
Troylos, Étor, ni el buen Paris, Sansón, ni Judas
Macabeo, Galván, Lançarote, Tristán, ni el
esforçado Teseo (cap. 344)
versión castellana de la obra de Joanot Martorell, impresa en
Valladolid en 1511
Y es que el libro de caballerías, como dice el canónigo
de Toledo en Don Quijote:
Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la
valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor [...], la
liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y
verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de
Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer
perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno
solo, ahora dividiéndolas en muchos. (I, XLVIII)
Evidentemente, Joanot Martorell optó por meter "todas aquellas
acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre" en la
figura de un único caballero: Tirante el Blanco. La improvisada
lista de Martorell nos revela con claridad las preferencias del autor
valenciano por los modelos clásicos de la materia troyana
(Hércules, Aquiles, Troilo, Hector, Paris) y de la materia
bretona o artúrica (Galván, Lancelote, Tristán).
Tirante mantendrá coincidencias con el castellano Amadís
de Gaula, a causa de los orígenes franceses comunes. Pero
Tirante no tiene unos parámetros de imitación
históricos caballerescos únicos. Es creación
vernácula y original, elaboración cultural y
artística de nueva planta. Emula a Roger de Flor cuando
conquista Constantinopla, cuando llega a César del imperio y
cuando muere, como Roger, en Adrianópolis; pero emula al rumano
János Hunyadi, vencedor de los turcos en 1448 y 1456, caballero
"Blanco" o conde "Blanco", como lo llamaban por confusión con
"valac"; y también imita a Pedro Vázquez de Saavedra,
famoso caballero gallego o castellano. Y todos estos modelos no son ni
exclusivos ni incompatibles entre ellos.
Y, si volvemos a la lista de la novela, pero con respecto a la
vertiente sentimental, Tirante debe mucho —sin hacer cuenta de
Ovidio, Séneca o Boccaccio— a los comportamientos amorosos
no tan conocidos por nosotros pero sí familiares para el lector
medieval de Aquiles, Jasón o incluso Hércules. Cuando
Tirante se feminiza, protege y esconde entre la ropa de Carmesina y sus
doncellas, y cae en el ridículo más atroz, no hace
más que imitar la debilidad del gran Hércules sometido
patéticamente a la voluntad de Ónfale, la reina de Lidia.
Y también sigue el camino de Aquiles cuando este se enamora
perdidamente de Políxena, llora desconsolado su desgracia y
lamenta su inferioridad respecto a la amada con parecidas, si no
idénticas, palabras a las de Tirante cuando este se refiere
acomplejado de la excelsitud de Carmesina.
"Hablar de Tirante el Blanco es, si contamos con este alud de
materiales, con esta biblioteca mental de Joanot Martorell, hablar de
novela de caballería, fantástica, histórica,
militar, social, erótica, psicológica..." (como dice
Vargas Llosa). Y reconocer esta formación de miscelánea
de Tirante el Blanco significa aceptar la polifonía de la obra
y, por lo tanto, sentirse libres para incluir registros diversos: de
desfile militar, de danza (como la de Oriola), de lamentatio
(Dufay) o de fiesta (Brudieu), a veces incluso con referencia concreta
y explícita a determinados episodios. Por ejemplo, "La Viuda" de
Mateo Flecha remite al episodio de la Viuda Reposada, y el contrafactum
de "Ferido está don Tristán" a la escena cuando la
Emperatriz canta a Hipólito justamente un "romanze de Don
Tristán", es decir una más que probable version de
"Ferido está don Tristán".
Las piezas musicales enfocan, así, con nuevas iluminaciones, las
caras diferentes del brillante poliedro novelesco. Nos hacen viajar,
persiguiendo al personaje heroico, no solo desde Inglaterra hasta
Oriente, por el Mediterráneo de la guerra, de la paz, del
comercio, de la cultura, sino desde las prácticas caballerescas
de la materia de Bretaña hasta la acción del proselitismo
cruzado, entre los extremos del refinamiento cortesano y la violencia
más brutal, pasando por el bizantinismo de la peripecia africana
(la pérdida, el mar, la Fortuna, la anagnórisis). Y nos
hacen recorrer las vías del documento realista (el reflejo a
veces fotográfico de los espectáculos y los incidentes
cotidianos de las cortes), los matices de la psicología amorosa,
la rotundidad de la palabra de los caballeros, la persuasión de
las mujeres... Siempre con la palabra como evidencia constatable de una
realidad de comunicación y cultura, de ambiciones y progreso.
Palabra que tenemos la fortuna de conservar gracias al texto literario
de Martorell, pero que debía de ir muchas veces
acompañada de unas armonías musicales que nos obligan a
hacer el ejercicio de imaginar.